Mi tío Aramís, el último Yero de su generación, tuvo una vida de novela. Nació en el Paradero de Camarones en 1940. Dieciocho años después se alzó en el Escambray, a las órdenes de Eloy Gutiérrez Menoyo. En el Segundo Frente era conocido como El Chulo.
El apodo se lo puso el comandante William Morgan, porque siempre era el último de sus hombres en retirarse. Le tomaba demasiado tiempo despedirse de la novia que hacía en cada caserío por donde pasaban. Morgan también le regaló el fusil que entregó al licenciarse. “¡Tremendo hierro!”, decía con jactancia.
Más de una vez se escapó de su campamento, en El Mamey, para ir a Crucecitas. Eso representaba un gran peligro, pero él lo corría por tal de ver, desde lo alto de aquella montaña, las lejanas luces de los carros dando la vuelta en Punta Gorda, al final del malecón de Cienfuegos.
Llegó a Madrid como refugiado político y peló papas en el Matadero, junto al Manzanares. Con un salvoconducto del presidente Figueres, voló a Costa Rica. Luego condujo un autobús lleno de exiliados cubanos por toda la carretera Panamericana hasta llegar a la frontera con México. Solo necesitó café, tabaco y las noches de una tica.
Su ídolo era John Wayne y se le ocurrían cosas muy parecídas a las del héroe americano, solo que él no las hacía en películas sino en la vida real. Le encantaba manejar y tuvo muchos carros que cuidaba con un celo obsesivo. Pero ninguno estuvo a la altura del Oldsmovile 52 con el que recorría Las Villas, ese territorio del que hablaba como si fuera un país.
Bebía Old Smuggler. Estaba consciente de que no era un buen whisky, pero le encantaba emborracharse con algo que se llamaba “viejo contrabandista”. Prefería la voz de Miguelito Cuní a cualquier otra y juraba que él sí comía candela.
Tuvo dos grandes amores: Miriam y el Paradero de Camarones. Me decía que todas las mañanas, en cuanto abría los ojos al lado de su mujer, su primer pensamiento se lo dedicaba a su pueblo. En el hospital me volvió a hacer todos los cuentos de los Yero. Se burló de mí porque, según él, ya roncaba como mi abuelo. También se quejó de que tenía el sueño muy profundo.
—Anoche te dejé de guardia y te rendiste —me dijo—. Si hubieran venido los indios, toman el campamento.
Hoy en la mañana me dijo que ya tenía las botas puestas, que estaba listo para escaparse. Llevaba dos días con la idea fija de volver a su pueblo. Poco después se quedó dormido y ya no se despertó. Su último pensamiento también fue para el Paradero de Camarones.
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