—Así dejamos la principal libre —le explicó a Elpidio Ávalos, el conductor—. Por ahí vienen dos tolveros.
Toda la tripulación se bajó para ayudar, hasta el maquinista y el fogonero. Primero sacaron las cajas y las pusieron a un lado. Luego empezaron a bajar los muebles. La base y el cristal de la mesa fueron los últimos. Muchos viajeros tenían medio cuerpo fuera de las ventanillas y no podían contener su asombro.
—¡Mira ese butacón, es inmenso!
—¡Tremenda cómoda!
—¡Ese es el espejo más grande que he visto en mi vida!
—¡Qué sillas más lindas, caballero!
—¡Dicen que vienen de La Habana!
Cuando la 50902 dio los dos pitazos de salida eran las 16:12. El mixto tenía ya 10 minutos de atraso. Elpidio Ávalos, sin embargo, le dijo a mi abuelo que no se preocuparan porque eso lo recuperaban en el camino. Cuando el último coche se perdió en la curva del triángulo, Aurelio se llevó las manos a la cabeza.
No sabía por dónde empezar. Desde la ventana del comedor, mi abuela miraba a los muebles con los ojos llenos de lágrimas. Por un lado, estaba tranquila de que todo llegara bien. Pero por el otro, le producía una tristeza inconsolable. Al final suspiró y también se llevó las manos a la cabeza.
Las cajas y los muebles eran las pertenencias de Nellina, la hermana de Atlántida que vivía en La Habana y que había muerto de un infarto fulminante. En los próximos días, mi abuela se dedicaría a organizar todo aquello dentro de nuestra casa. El cambio fue tan grande, que Aurelio y yo tardamos meses en volver a orientarnos.
Mi cama se la mandaron a mi primo Ariel (el hijo pequeño de mi tía Titita, que vive en San Juan de los Yeras) y a mí me pusieron el juego de cuarto que era de Nellina. Pude llenar las gavetas de las mesas de noche con mis cosas. Por primera vez tenía un espacio para mí solo.
En la saleta, donde antes estaba el piano, pusieron un aparador con el espejo más grande que yo había visto en mi vida. Estaba lleno de copas, juegos de cubiertos, manteles, servilletas y una vajilla de porcelana que solo se usaría en comidas muy importantes. Frente al aparador, la mesa de cristal con sus doce sillas.
Cuatro hojas de helechos arborescentes, talladas en madera preciosa y laqueadas en blanco, salían de un único tronco para sostener el enorme cristal de una pulgada de ancho. En el centro, dos gigantescos caballos de porcelana, parados en dos patas, luchaban. Uno mordía la crin del otro.
—Esta mesa no se toca —me advirtió Atlántida—. No quiero ver ni un solo dedo marcado en el cristal, ¡ni uno solo!
La vitrina, el aparador y la mesa del antiguo juego de comedor ahora eran de diario. La mesa de diario con sus taburetes fue a dar a la cocina. Allí acabó también el radio Westinghouse de Aurelio, quién ahora oiría la Voz de América frente a Atlántida, con el oído pegado a la bocina.
Mi abuelo escuchaba las noticias en un volumen tan bajo, que podía oírse a la leche hirviendo y al café colándose. Luego Aurelio le hacía un resumen de todo a Atlántida en el desayuno. Cuando decía “aquella gente”, se refería al gobierno de Estados Unidos y cuando decía “esta gente” al de Cuba.
Marita, Miriam y Yolanda me pidieron que les enseñara la mesa de cristal. Atlántida se sorprendió cuando llegué a la casa con mis compañeras de aula. Siempre atenta a que ninguna de las tres tocara el cristal, también les enseñó fotos de Nellina y les contó la vida de su hermana hasta acabar enternecida en llanto.
En una bandeja de plata que vino en una de las cajas, puso cuatro vasos de jugo de mango y unas galleticas dulces de las que dan en el tren de La Habana. Mi abuelo también vino de la oficina a saludarlas. “¿Y cómo se porta el niño en el colegio?”, les pregunto.
Aunque ya la palabra colegio no se usa, Aurelio se niega a decir escuela. Como tampoco dice matemáticas sino aritmética. Él multiplica de una forma diferente a la que nos enseñó el maestro Gustavo y cuando me ve haciendo la tarea se molesta. “Ni a multiplicar saben enseñar esta gente”, refunfuña.
Casi todo el pueblo vino a ver la mesa de cristal, menos Basilia. Me pasé semanas muy atento para salir al andén justo en el momento en que ella estaba pasando. Pero nunca me dijo nada. Algunas veces me saludaba con una sonrisa y otras me hacía sentir como el hombre invisible.
Al fondo, en el centro de la saleta, alumbrada por un cono de luz del sol de la mañana, resplandece la mesa de cristal. Muchos dicen que es el mueble más lindo que han visto en sus vidas. Para Aurelio y para mí, en cambio, se ha convertido en un problema.
Él ahora tiene que escuchar el radio Westinghouse entre todos los ruidos de la cocina y pegar bien el oído para entender las noticias en la Voz de Américas. Yo ya he decidido pasar por la saleta con los brazos cruzados. Porque al más mínimo descuido, Atlántida me sorprende poniéndole la mano encima al cristal.
—Te he dicho mil veces que esa mesa no se toca —me advirte—. No quiero volver a ver ni un solo dedo marcado en el cristal, ¡ni uno solo!
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