De Cienfuegos, la ciudad que más me gusta a mí, recuerdo especialmente tres años: de 1987 a 1990. Acababa de graduarme de la Escuela de Arte y me habían enviado a cumplir el servicio social. Allí coincidí con “viejos” amigos de Cubanacán (graduados de teatro, como yo, y de artes plásticas).
Pronto empezamos a idear proyectos culturales. Con una ingenuidad a prueba de balas y toda la pasión que se tiene a esa edad, nos propusimos revolucionar la cultura de nuestra provincia. Enseguida empezamos a tener tropiezos y encontronazos con las autoridades. Uno a uno, nos fuimos dando por vencidos hasta que acabamos marchándonos todos.
Por aquellos días obtuve un diploma de oro en un seminario nacional de dirección artística y me gané un viaje a Moscú. Pero el director de cultura de la provincia no me permitió ir. “Él tiene problemas ideológicos”, argumentó (razón no le faltaba). Pocos meses después desapareció la Unión Soviética, me había perdido la única oportunidad de conocerla.
Al enterarse de mi frustración, Florentino Morales me invitó a su casa una tarde. A cada rato solía pasar por el Museo para que el viejo historiador de la ciudad me hablara del pasado. Aquellas largas conversaciones nos fueron acercando y el día menos pensado me dijo “querido amigo”. Emocionado, le di un abrazo que le hizo traquear más de un hueso.
“La mayoría de las grandes frustraciones que tuve en mi vida ahora no me importan en lo más mínimo”, me dijo Florentino para tratar de calmar mi rabia. Su casa estaba junto a la Laguna del Cura y dentro de su biblioteca había una humedad casi irrespirable. “Mira a ver si te interesa algo”, dijo mientras señalaba los estantes abarrotados de libros.
Elegí dos novelas de William Faulkner y una de Gabriel Miró, un autor que en aquel momento me fascinaba. “Puedes quedarte con ellos”, me dijo cuando yo salía a toda prisa, para no perder el último tren a Camarones. No nos vimos más. Poco después me fui a vivir a La Habana y solo volví a saber de él cuando leí en la prensa que había muerto.
Florentino tenía una memoria apabullante y era un gran conocedor del desarrollo de la industria azucarera y los ferrocarriles en la región. Recordaba la producción de cada ingenio año por año, arroba por arroba. La vieja estación de ferrocarril de Arango (hoy desaparecida) le provocaba una especial fascinación.
Aún hoy, con 53 años, ya camino a la vejez, sigo teniendo presente aquel consejo suyo. Cada vez que me frustro, pienso que llegará el momento en que eso no me importe en lo más mínimo. “¿Qué dice el futuro de la patria?”, me preguntaba cada vez que me veía llegar al Museo. “¿Qué dice el pasado glorioso de la nación?”, le respondía yo, también con una pregunta.
Atravesando la bahía junto a mis compañeros de sueños en el Cienfuegos de finales de los 80. |
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