Los tatuajes se han puesto de moda. Aunque los nuestros no duran para siempre, como los que se hacen los presidarios de las películas. Primero producen una leve picazón, luego un ardor insoportable y por último una hinchazón que dura más de una semana. Al final, y solo por unos pocos días, queda el escrito legible.
En la cerca del potrero de Felo López hay una mata de guao. En la clase de biología alguien le preguntó al maestro Gustavo y nos dijo que su nombre científico era Comocladia dentata Jacq. “Aunque se le considera un arbusto —nos dijo—, puede alcanzar hasta 15 metros de altura”.
Después de describirnos sus ramas y flores, nos advirtió que nunca nos acercáramos a ella. “Su savia es altamente cáustica para la piel y las muchosas”, nos advirtió. Tito Migoyo preguntó que quería decir eso, pero el maestro prefirió no responderle. “¡No te hagas el bobo!”, fue lo único que le dijo.
—Tú también te vas a tatuar, ¿verdad? —Me preguntó el Chiqui.
—No sé —dije lleno de miedo.
—¡Ahora no te puedes rajar!
Carlos Guedes fue el primero en quitarse la camisa. Pidió que le escribieran el nombre de su madre. “¿Pascuala o Pascualita?”, preguntó Diego, que está aprendiendo carpintería con su padre y gracias a eso tiene mejor pulso que nosotros. La leche del guao fue grabando letra a letra en el hombro de Carlos.
Luego el Chiqui pidió que a él también le pusieran el nombre de su madre y un surco rojo se fue abriendo en su brazo hasta que pudimos leer “Barbarita”. Carlos y el Chiqui eran, después de Yayo Pis, dos de los varones más valientes del aula. Aun así, apenas podía aguantar el dolor.
—Mi abuela me va a castigar si descubre el tatuaje —dije para tratar de librarme.
—¡De eso nada! —dijo el Chiqui—. ¡Quítate la camisa!
—¿Qué te pongo? —Preguntó Diego.
—No sé.
—Ponle el nombre de su abuela —sugirió Carlos.
—Es muy largo, no sé cómo se escribe —dijo Diego encogiéndose de hombros.
—Mejor no me hago nada…
—¡Jum! —Dijo el Chiqui.
—¡Jum! —Dijo Diego.
—¿Qué te pongo? —Insistió Diego.
—¡Basilia! —dije de pronto.
Se rieron a carcajadas. Entre Carlos y el Chiqui me sujetaron el brazo. Diego, además del nombre, dibujó dos corazones atravesados por una fecha. Cuando nos despedimos en la punta del andén, todavía se burlaban de mí. Hasta el aire me quemaba, pero nunca antes me había sentido con tanto valor.
Siempre tuve deseos de hacerme un tatuaje para parecerme a los marinos que salen en las películas. Como Queequeg, el arponero polinesio del Pequod, a quien no le cabía un tatuaje más en el cuerpo. ¿Le habrían dolido tanto sus tatuajes como a mí me dolía el nombre de la mujer más linda del Paradero de Camarones?
A los pocos días se me borró. Ni Atlántida ni Basilia llegaron a enterarse nunca, pero por mucho tiempo tuve un raro reflejo. Cada vez que me paraba delante de ellas, me cubría con la mano el lugar donde estuvo el tatuaje. Ahora no sé si era por miedo o vergüenza a que descubrieran los dos corazones atravesados con una flecha.
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