El último turno de clases siempre tuvo rancheras de fondo. Nuestra aula, en la escuela Conrado Benítez del Paradero de Camarones, quedaba justo frente del traganíquel del bar Arelita. A las cinco en punto mi tío Cuquito Yero tiraba los primeros cinco centavos y ponía “El hijo del pueblo”.
Como una mano en la cintura, como si llevara pistolas, y con un vaso de aguardiente en alto, como si fuera de tequila, cantaba hacia la calle: “Yo no tengo la desgracia/ de no ser hijo del pueblo./ Yo me cuento entre la gente/ que no tiene falsedad./ Mi destino es muy parejo, yo lo quiero como venga…”
Los borrachos del Paradero de Camarones nunca cantaron boleros, dirimían sus angustias entre rancheras y corridos. Por eso, cuando ponían viejas películas mexicanas, el Cine Justo se abarrotaba. Cada vez que salía José Alfredo Jiménez, todos gritaban a coro: “¡Miren a Cuquito Yero, miren a Cuquito Yero!”.
Con el bigote de Pedro Infante y la mirada de Jorge Negrete, mi tío se quedaba sin menudo frente a la vieja máquina de la RCA Victor. Cuando terminaba el último trago, cedía su puesto frente al traganíquel, se subía a su caballo blanco y se perdía en la oscuridad de los cañaverales.
“Camino de Guanajuato/ que pasas por tantos pueblos/ no pases por Salamanca/ que ahí me hiere el recuerdo./ Vete rodeando veredas,/ no pases porque me muero —iba cantando—…Allí nomás tras Lomita, se ve Dolores, Hidalgo./ Yo allí me quedo paisano,/ Allí es mi pueblo adorado.”
Con la mano izquierda sujetaba con fuerza la rienda; con la derecha, señalaba hacia diferentes puntos, como si Guanajuato y Salamanca en verdad estuvieran a su alcance. Lo último que se oía de él era un grito y, ya como un eco, tres palabras: “¡No te rajes!”.
Todas las tardes se repetía la misma escena, debe ser por eso que ahora la recuerdo como si la hubiera visto en la pantalla del Cine Justo, en blanco y negro. Debe ser por eso, también, que cada vez oigo a José Alfredo Jiménez me parece que por su “Camino de Guanajuato” puedo llegar a mi Paradero de Camarones.
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