© Ilustración de Alen Lauzán. |
En 1977, cuando el ómnibus escolar pasó a recogernos por el Paradero de Camarones, mi abuela Atlántida puso en mis manos la vieja cartera de Aurelio. “Ahí tienes un dinerito —me dijo—. Solo lo usas en caso de emergencia”. Eran cinco pesos. Para un muchacho de 11 años, que se separaba por primera vez de su familia, toda una fortuna.
Ya en la guagua, revisé la cartera. Además del dinero, había puesto un cartoncito con mis datos personales (escritos en la vieja Underwood de mi abuelo) y una estampita. Nací el 16 de julio, día de la Virgen de Carmen, en Manicaragua, un pueblo donde ella es la patrona. Para una beata como mi abuela, aquella imagen era todo un salvoconducto.
En la biblioteca de la Secundaria Básica en el Campo de El Nicho, recorté una foto del Che y la puse delante de la Virgen. Dos fines de semana después, cuando volví a casa, mi abuelo me miró con al peor de sus caras. Aunque era ateo, nunca me ocultó su desdén por los símbolos revolucionarios. “Hubiera preferido que dejaras la estampita de tu abuela”, masculló.
He recordado todo eso leyendo a Antonio José Ponte en Diario de Cuba. En “Martí: los libros de una secta criminal”, el escritor cubano reconoce que es capaz de detectar en medio de una multitud a alguien con el Che en su ropa: “Evito a cualquiera que lleve el rostro de Guevara, por joven e ignorante e ingenuo que pretenda ser”, afirma.
No pocos en República Dominicana sienten una trasnochada simpatía por los símbolos de la revolución. Conozco a varios intelectuales que admiten en privado que Fidel Castro acabó convirtiéndose en un dictador y que arruinó a su país, pero cuando les ponen un micrófono delante se ahogan en un mar de reticencias respecto a Cuba.
Hace unos meses, Diana Sarlabous y yo cruzamos el Mississippi en tren. Emocionado, miraba por la ventanilla y recordaba los sonidos de Beyond the Missouri Sky, el disco de Charlie Haden y Pat Metheny que me acompaña a todas partes. Cuando volví al interior del vagón, di con un joven encapuchado que llevaba un enorme rostro del Che en el pecho.
Me revolvió el estómago, como me lo revuelven esos intelectuales dominicanos que hacen gárgaras con sus ideas para escupir un acomodado discursito de izquierda. En Saint Louis, como en Santo Domingo, miré para otra parte. Es lo que hago cada vez que doy con la cara de la opresión en llaveros, ceniceros, platos y los más inconcebibles y ridículos suvenires.
Yo tampoco soy religioso. Le debo eso, como muchísimas otras cosas, a mi abuelo Aurelio. Por eso, años después, le hice caso. Todavía llevo en mi cartera la estampita de la Virgen del Carmen que me regaló Atlántida.
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