En 1988, formé parte de un taller de dirección teatral organizado por el Ministerio de Cultura de Cuba. Escogieron a cinco, entre los más de 30 participantes, para que viajáramos a la Unión Soviética a conocer la experiencia del Teatro de Arte de Moscú.
Ya tenía listo todo (pasaporte, permiso de salida, boleto aéreo... incluso la muda de ropa de la tienda especial para los que viajaban...) cuando el director provincial de Cultura en Cienfuegos dijo que yo no era confiable, que era muy crítico y que otros tenían más méritos.
Un querido amigo, con quien participé después en la aventura de Teatro Acuestas, fue en mi lugar. Recuerdo que me trajo de regalo un porta lapiceros. Era rectangular y tenía la silueta del Kremlin. La catedral de San Basilio sobresalía en una de sus esquinas. Conservé aquel obsequio en mi escritorio hasta que me fui de Cuba.
En 2018, 30 años después, mi hija fue invitada a dar una conferencia en Moscú. Como antes me aseguré de que creciera y estudiara en un mundo libre, nadie objetó su viaje. No necesitó ningún permiso y su propia ropa fue más que suficiente. Cuando miro su foto en la Plaza Roja, me veo a su lado y con la misma edad que ella tiene ahora.
No sé qué fue de la bestia que me impidió conocer a la Unión Soviética, apenas unos meses antes de que desapareciera. Tampoco es algo que ya me importe. Al final él era tan víctima como yo del régimen en el que vivíamos. De toda esta historia me quedo con la imagen que Ana Rosario me acaba de enviar.
Buenas días, Moscú, los Venegas por fin te saludan.
Un querido amigo, con quien participé después en la aventura de Teatro Acuestas, fue en mi lugar. Recuerdo que me trajo de regalo un porta lapiceros. Era rectangular y tenía la silueta del Kremlin. La catedral de San Basilio sobresalía en una de sus esquinas. Conservé aquel obsequio en mi escritorio hasta que me fui de Cuba.
En 2018, 30 años después, mi hija fue invitada a dar una conferencia en Moscú. Como antes me aseguré de que creciera y estudiara en un mundo libre, nadie objetó su viaje. No necesitó ningún permiso y su propia ropa fue más que suficiente. Cuando miro su foto en la Plaza Roja, me veo a su lado y con la misma edad que ella tiene ahora.
No sé qué fue de la bestia que me impidió conocer a la Unión Soviética, apenas unos meses antes de que desapareciera. Tampoco es algo que ya me importe. Al final él era tan víctima como yo del régimen en el que vivíamos. De toda esta historia me quedo con la imagen que Ana Rosario me acaba de enviar.
Buenas días, Moscú, los Venegas por fin te saludan.
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