Hasta
1959, la mayoría los Yero vivíamos en el Paradero de Camarones. En casas
contiguas, en patios sin delimitar. Mi familia siempre fue pequeña, pero ahora
es más pequeña que nunca. También era muy unida, pero acabó separada, distante.
No fue culpa nuestra, sino de la dictadura que se interpuso entre nosotros y el
futuro.
A
principios de los años 60 empezaron las ausencias, primero, y las divisiones,
después. En cada una de las mesas quedó al menos un puesto vacío y los patios fueron
separados con alambres de púas. En algunos casos, las inquinas políticas
pudieron más que el amor de abuelos, tíos e incluso hermanos.
De
mi tío Aramís lo único que había visto era una postal que él le envío a mi
madre desde Madrid. A pesar de que siempre fue un hombre de muy pocas palabras,
el espacio no le alcanzó. Al dorso del estanque del Parque del Retiro, escribió
todo cuánto quería y extrañaba a los suyos. Era 1970.
Nunca
le pude poner rostro a Aramís, no hubo fotos suyas a mi alcance. Nos abrazamos
por primera vez en 2005. Se parecía a su hermano Leopoldo, tenía gestos de mi
abuelo Aurelio, conservaba el mal genio de mi tío abuelo Roberto, llevaba consigo la
mirada noble de su madre, mi tía abuela María.
Ahora
él y su hermano Orlando son todo lo que me queda del espacio donde vivían los
Yero, que empezaba en el crucero de San Fernando, con la casa de Roberto,
seguía por el bar Arelita, la casa de Aramís, la carnicería y la casa de Rao,
la de Anebe y, por último, la de Chaco.
Hace
unas semanas comí junto a Aramís y Orlando, en Miami. El comedor olía como olían
los comedores de mi familia en el Paradero de Camarones. La comida sabía a lo
que sabían aquellos sazones. Las conversaciones se repitieron, como si mis
abuelos y todos mis tíos muertos también estuvieran con nosotros.
De
ese viaje pude traer algo muy valioso: más de dos libras de semillas de maíz
cubano. Para asegurarse de que podían germinar, Aramís enterró algunos granos
en su jardín. Esa es la razón por la que crecen matas de maíz entre las
gardenias de Miriam.
Ahora
en la Loma de Thoreau hay una punta de maíz. Nació después del largo aguacero
del miércoles por la noche. Alguien dirá que no necesitamos ese pequeño campo,
que en Santo Domingo venden tamales cubanos y que con el maíz de aquí también se
pueden hacer frituras o majarete.
No
es el maizal, sino lo que representa. Gracias a esas matas seguiré siendo parte
de los Yero, participaré de sus costumbres, me uniré a sus rituales. Si todo
sale bien, en seis meses podremos cosecharlo. Mientras, disfrutaré de la música
que tocarán sus hojas cada vez que llegue hasta ellas el viento de la Loma.
No
es un pequeño campo de maíz, es un acto de resistencia.
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