Nunca
me he subido a un tranvía. Es más, jamás he visto uno en persona. Sin embargo,
tengo un raro sentimiento de pérdida acerca de ellos. Eso se debe a tres escenarios:
una calle de Cienfuegos, un viaducto inconcluso en las afueras de mi pueblo y
una poceta donde me bañaba de niño.
En
la intersección de las calles Santa Cruz y DeClouet aún sobrevive un cambiavía.
Era de la Cienfuegos, Palmira and Cruces Electric Railway and Power Company. Empotrados
en los adoquines, los rieles avanzan en dos direcciones hasta que el asfalto se
los traga.
Entre
1913 y 1954, los cienfuegueros disfrutaron de uno de los mejores servicios de
transporte urbano que ha tenido Cuba. 12 vagones, fabricados por J. G. Brill en
Filadelfia, y 15, fabricados de St. Louis Car en Saint Louis, los llevaron por Reina,
Punta Gorda, La Juanita, Pueblo Nuevo y Caonao.
El
servicio alcanzó a llegar al central Hormiguero y la intención era extenderlo a
Cruces y Cumanayagua. Esa es la razón por la que en las afueras de mi pueblo
hay un viaducto inconcluso y una excavación que acabó llenándose con el agua de
un arroyo. Le que llamábamos El Tranvía y era nuestro balneario.
Alejandro
Aguilar y Marianela Boán me trajeron un pequeño tranvía de su reciente viaje a
Portugal. Lo he puesto sobre uno de los pedazos del andén de Camarones que me
traje para Santo Domingo. En ese vagón amarillo volveré a mis escenarios
perdidos.
He
conseguido un mapa. Al menos en el viaje de ida no tendré pérdida.
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