Todas los días, antes de que den las 6, salgo a la madrugada de
Santo Domingo con Laika. Mientras le damos la vuelta a la manzana, nos ladran
desde tapias, portales y balcones. Esos sonidos, en medio de la ciudad todavía
oscura, me recuerdan a los perros de mi infancia.
El más famoso de todos era Nerón, un enorme perro negro que
custodiaba el patio de Talín y Mercedita. Era feroz hasta con las auras tiñosas
que sobrevolaban su espacio aéreo. Benigno, el cazador, siempre andaba con Verduga,
una fiel rastreadora que jamás perdía a su presa.
Una indescifrable cachorra amarilla, producto de los peores genes
de su especie, nunca se separaba de los hermanos Pérez, que perdieron su
apellido por la fidelidad de aquel animal. Aún hoy, ya hombres, todos en el
pueblo les llaman Aldo y Tony la Perra.
El paso de un tren, el vuelo de una lechuza o la irrupción de un
extraño, hacía que todos los perros del Paradero de Camarones ladraran al
unísono. Aquel eco sucesivo, que se reproducía patio tras patio, era parte de nuestra
identidad cuando nos quedábamos a oscuras.
Cuando ya estábamos de regreso en República Dominicana, Diana me
preguntó qué cosas habían quedado pendientes. Esta fue una de las más
importantes, como siempre fuimos de día y ya no tengo allí dónde dormir, me
perdí ese momento que tanto me gustaba.
—No oí ladrar los perros —le dije.
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