13 enero 2013

No oí ladrar los perros


Todas los días, antes de que den las 6, salgo a la madrugada de Santo Domingo con Laika. Mientras le damos la vuelta a la manzana, nos ladran desde tapias, portales y balcones. Esos sonidos, en medio de la ciudad todavía oscura, me recuerdan a los perros de mi infancia.
El más famoso de todos era Nerón, un enorme perro negro que custodiaba el patio de Talín y Mercedita. Era feroz hasta con las auras tiñosas que sobrevolaban su espacio aéreo. Benigno, el cazador, siempre andaba con Verduga, una fiel rastreadora que jamás perdía a su presa.
Una indescifrable cachorra amarilla, producto de los peores genes de su especie, nunca se separaba de los hermanos Pérez, que perdieron su apellido por la fidelidad de aquel animal. Aún hoy, ya hombres, todos en el pueblo les llaman Aldo y Tony la Perra.
El paso de un tren, el vuelo de una lechuza o la irrupción de un extraño, hacía que todos los perros del Paradero de Camarones ladraran al unísono. Aquel eco sucesivo, que se reproducía patio tras patio, era parte de nuestra identidad cuando nos quedábamos a oscuras.
Cuando ya estábamos de regreso en República Dominicana, Diana me preguntó qué cosas habían quedado pendientes. Esta fue una de las más importantes, como siempre fuimos de día y ya no tengo allí dónde dormir, me perdí ese momento que tanto me gustaba.
—No oí ladrar los perros —le dije.

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