02 marzo 2020

El odio que nos inculcaron

La plaza de la escuela al campo de El Nicho,
el lugar donde conocí el odio.
No me canso de explicarle a mis amigos dominicanos quién era realmente Fidel Castro, cuál es su verdadero legado. Muchos compatriotas míos se ven obligados a lo mismo en muchas partes del mundo. A pesar de esa ruina económica, civil y moral que acabó siendo Cuba, su dictadora sigue teniendo admiradores.
En 1980 yo tenía 13 años y estaba becado (interno, debo aclararle a los que no conocen la experiencia de las escuelas al campo) en una secundaria en El Nicho. Largos barracones de madera y una pequeña plaza a la que todos llamábamos picota, eran nuestro hogar de lunes a viernes.
 A unos de 300 kilómetros de nosotros, en La Habana, miles de cubanos se habían asilado en la embajada del Perú. Todos los días y a toda hora, los medios de difusión divulgaban mensajes de odio contra ellos. El periódico Granma publicó una doble página con una extensa guía de las consignas y los insultos.
Les llamaban gusanos, antisociales, escoria, lumpen, traidores. Grito a grito, golpe a golpe, eran despojados de su dignidad. No lejos de nuestra escuela había un campamento de soldados que, como nosotros, trabajaban en el café. Eran apenas dos o tres años mayores que nosotros.
Ya no recuerdo cuál era el nombre aquella linda muchacha a la que llamábamos la China de Cruces. En los trayectos de ida y vuelta a los cafetales, ella se enamoró de uno de aquellos reclutas. Una tarde no volvió a la escuela, se quedó con él en una enorme cascada a la que solíamos escaparnos. 
La campana que nos convocaba a la picota sonó en señal de urgencia. Cuando todos estuvimos formados, apareció el director tirando del brazo a la China de Cruces. Mientras ella lloraba aterrada, él gritaba consignas. Todos las repetimos a coro. “¡Gusana! ¡Escoria! ¡Traidora!”, vociferábamos.
Ese fin de semana, cuando volví al Paradero de Camarones, el pueblo había organizado un acto de repudio contra la familia de Norberto, uno de mis mejores amigos. Mi abuelo no me dejó ir. Mantuvo la estación cerrada, no abrimos ni una ventana. Simulamos no estar en casa.
Gracias a ese gesto de Aurelio, solo asistí al acto de repudio de la China de Cruces. Nunca más la vi, no sé qué fue de ella después del día que la expulsaron deshonrosamente. Yo era un niño, pero aún hoy siento vergüenza por cada palabra que le grité, por todo el odio que me inculcaron aquella tarde.

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