Muchas veces, ya de mayor, me he sorprendido tarareando su canción. Llega de pronto, desde los rincones más borrosos del inconsciente, y empieza a sonar en mi cabeza: “El Capitán Tormenta, al enemigo se enfrenta…”. No pocas veces eso me ha hecho regresar a la sala de Margot y Chano Monzón.
Entonces en mi casa no había televisor. El viejo aparato Westinghouse de mis abuelos había sido fulminado por un rayo. Eso me obligó a ir todas las tardes a casa de Aymée, una de mis compañeras de aula, donde acababan de comprar un reluciente Krim 204 de fabricación soviética.
Como yo no era el único que iba a ver las Aventuras, tenía que llevar mi propio asiento: el banquito de ordeñar de mi abuelo. Con aquel pesado mueble, hecho con la madera de un viejo travesaño de jiquí, cruzaba la línea, el apartadero, el patio de Talín y la carretera de Cienfuegos.
Desde el andén, mi abuela me vigilaba. “¡No te distraigas! —Me gritaba Atlántida—. ¡Mira para los dos lados!”. Su voz llegaba a mis vagamente. Porque dentro de mí se repetían una y otra vez las mismas estrofas: “Maneja con destreza/ su espada justiciera/ y quiere a sus amigos/ que vencerán a Mustafá”.
Desde entonces, siempre que oigo hablar de Chipre, pienso de inmediato en el rostro de Cristina Obín, mi primera heroína. Su belleza atormentaba al niño que fui y su valentía me ayudó a perder el miedo. Sobre todo cuando volvía del cine y la carreterita de la estación se convertía en la boca de un lobo.
Salía de casa de Margot y Chano Monzón con un cuje de guásima, batiéndome a las espadas con los soldados de Mustafá, que eran todas las matas del camino. Un día tropecé con el contén de casa de Merceditas y me destrocé las rodillas. No lloré, no me podía permitir eso delante del Capitán Tormenta.
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