Nos habíamos pasado toda la mañana andando por Calella de Palafrugell. Con el Mediterráneo como único punto de referencia, recorrimos callejones, atravesamos portales, subimos peñascos y tratamos de escuchar todo a nuestro alrededor, incluso el silencio que se instaura cuando se acerca el mediodía.
Exhaustos (más por el jet lag que por la caminata), nos fuimos a dormir la siesta. Estábamos hospedados en el segundo piso de la casa parroquial de Sant Pere, que fue convertida en un pequeño hotel después que falleciera el último cura. “¡No se escucha nada!”, dijo Diana, justo antes de quedarse dormida.
Entonces sonó el teléfono. Era Renay Chinea. “Ven para Vent de Mar —me ordenó—. Ramón Serrano Balasch vino a verte”. No me atreví a despertar a Diana, hubiera sido en vano. Cerré la ventana (había amenaza de lluvia) y recorrí un camino que me aprendí en Google Map, aún en Santo Domingo.
Ramón es el poeta de 80 años más joven que he conocido en mi vida. Siempre que termina un nuevo poema, no espera a que repose ni piensa en su próximo libro. Lo comparte de inmediato en Facebook y es allí, delante de la vista de todos, que lo va puliendo.
Culto, lúcido y con el sentido del humor de un adolescente, se las arregla siempre para que las conversaciones acaben en el jazz o la poesía. “No ando bien del estómago —Nos advirtió—. Por eso tengo poca autonomía de vuelo”. Aun así, no le ofreció resistencia al trago que sirvió Renay para hacer un brindis.
Nunca nos sentamos. “Hay poetas con los que, por respeto a sus versos, uno tiene que hablar de pie”, escribí sobre una foto donde estamos juntos. “¡Nos vemos aquí el año que viene!”, le prometí. “Entonces tendré 86 tacos, pero haré todo lo posible por no faltar”, dijo justo antes de una carcajada.
Nos quedamos mirando cómo se alejaba por la cuesta de la calle de Pirroig. Por el paso que llevaba, puedo asegurar que será el primero de los tres en acudir a la cita.
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