Cruzamos el océano durante la noche. Fuimos directo del aeropuerto de Barajas a la estación Puerta de Atocha. El primer tren que salía para Girona era el AVE 03153, de Madrid a Figueres Vilafant. Partimos justo a la hora anunciada, las 15:30. Pronto la ciudad se borró de las ventanillas para darle lugar a la llanura manchega.
Cuando nos quedamos solos en el andén, Diana me hizo una foto. El tren en el que acabábamos de llegar aún no se había marchado. Sonrío, pero estoy exhausto. Con una mano sostengo la maleta y con la otra las dos botellas de Brugal que le llevaba a Renay Chinea. “¿Cómo lo encontraremos?”, preguntó mi Cucha.
Aunque la estación es enorme, quedábamos muy pocos adentro. “¿Cómo lo encontraremos?”, insistió mientras subíamos en las escaleras eléctricas. Estaba en la puerta de salida de la estación, mirando hacia adentro, con las piernas separadas y las manos en la cintura. “¡Míralo allí! —Le dije a Diana— ¡Todos los guajiros de Las Villas nos paramos de la misma manera!”.
Nos dimos un abrazo enorme, como si fuera un reencuentro y no un encuentro. A partir de ahí, su acento perdió lo que ya tiene del catalán y el mío se despojó del dominicano. Hablábamos como si estuviéramos en el parque de Cruces, aunque nos movíamos por un paisaje de masías, güines de Castilla y lazos amarillos.
—Las ciudades desconocidas solo se diferencian en una cosa —nos dijo mientras lidiaba con las curvas de la carretera—: están las que alguien te espera y las que nadie te espera.
Cuando alcanzamos la última rotonda entre Palafrugell y su Calella, me dio una dura palmada en la espalda: “¡Acabas de llegar a tu casa en la Costa Brava, compay!”, dijo mientras iba mezclando cada palabra con una carcajada.
Casi en la frontera con Occitania, la región de donde provienen los Sarlabous, me sentí de regreso a los míos. Así empezó nuestro ruedo ibérico.
Cuando nos quedamos solos en el andén, Diana me hizo una foto. El tren en el que acabábamos de llegar aún no se había marchado. Sonrío, pero estoy exhausto. Con una mano sostengo la maleta y con la otra las dos botellas de Brugal que le llevaba a Renay Chinea. “¿Cómo lo encontraremos?”, preguntó mi Cucha.
Aunque la estación es enorme, quedábamos muy pocos adentro. “¿Cómo lo encontraremos?”, insistió mientras subíamos en las escaleras eléctricas. Estaba en la puerta de salida de la estación, mirando hacia adentro, con las piernas separadas y las manos en la cintura. “¡Míralo allí! —Le dije a Diana— ¡Todos los guajiros de Las Villas nos paramos de la misma manera!”.
Nos dimos un abrazo enorme, como si fuera un reencuentro y no un encuentro. A partir de ahí, su acento perdió lo que ya tiene del catalán y el mío se despojó del dominicano. Hablábamos como si estuviéramos en el parque de Cruces, aunque nos movíamos por un paisaje de masías, güines de Castilla y lazos amarillos.
—Las ciudades desconocidas solo se diferencian en una cosa —nos dijo mientras lidiaba con las curvas de la carretera—: están las que alguien te espera y las que nadie te espera.
Cuando alcanzamos la última rotonda entre Palafrugell y su Calella, me dio una dura palmada en la espalda: “¡Acabas de llegar a tu casa en la Costa Brava, compay!”, dijo mientras iba mezclando cada palabra con una carcajada.
Casi en la frontera con Occitania, la región de donde provienen los Sarlabous, me sentí de regreso a los míos. Así empezó nuestro ruedo ibérico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario