Siempre volvía justo antes de que cayera la noche. Su viejo camión llegaba exhausto. Las fuerzas justo le alcanzaban para retroceder por el patio y echarse bajo las matas de mango. En el fogón de Mercedita, un jarro de agua hervía. Un baño bien caliente era su remedio contra el cansancio del día y la artrosis.
Si el camión venía cargado, llamaba a sus vecinos para que tomaran algo de él. Tomates, papas, plátanos o cualquier cosa que se pudiera sumar a última hora a la mesa. “¡Camilitooo! —me llamaba su voz ronca del otro lado de las vías del tren—. ¡Trae un cubo para que le lleves algo a Atlántida!”.
Como su patio estaba completamente cercado, yo solía saltar por encima de los alambres. Eso lo ponía de mal humor. “¡Nunca esperas a que yo te abra!”, me regañaba. Ya a esa hora, tenía puesto el pantalón del piyama y había sido entalcado por Mercedita del cuello para abajo.
Su voz ronca era parte de los sonidos que oíamos durante la noche, mezclada con los ruidos de los trenes, las canciones de Nocturno en los radios de todas las casas y la amenazante vigilia de las lechuzas. Nunca llegamos a ver su camión en las mañanas. Se marchaba antes de que el primero de nosotros abriera los ojos.
No olvido una tarde de 1993 en que llegó cargado de tomates (recuerdo la fecha porque Ana Rosario estaba recién nacida). Me llamó y, después de regañarme por no haber esperado a que me abriera, me dijo que tomara todos los que quisiera. “Dile a tu mamá que estos son los últimos, que aproveche”, me advirtió.
Me pasé casi toda la noche cargando cubos de tomates. Al día siguiente improvisé un fogón de leña con dos raíles. Gracias a eso no nos faltó puré de tomate durante todo aquel año, el más difícil que viví en Cuba. Poco después enfermó y su hijo José Luis se hizo cargo del camión.
Hasta un día en que volví y a los sonidos de la noche del Paradero de Camarones ya le faltaba su voz ronca. Nunca más me atreví a saltar por encima de los alambres de su patio.
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