En 1959, Hunslet Engine Company diseñó una pequeña locomotora para diversificar su portafolio. Solo llegó a fabricar dos y una de ellas fue adquirida por los Ferrocarriles Occidentales de Cuba para su uso en los almacenes del puerto de Isabela de Sagua.
Llegó a la isla en 1960, cuando ya la empresa que la compró y los almacenes para los que estaba destinada habían sido expropiados por la revolución que acababa de triunfar. Sin sacudirse la sal de la travesía, se hizo cargo del movimiento de vagones de miel de purga y azúcar en un pueblo que solo sabía tratar con el mar.
La máquina llegó con el nombre de Carlos Alfert, en homenaje uno de los comerciantes azucareros más importantes de la isla y uno de los mayores promotores del gran desarrollo económico alcanzado por la región de Sagua la Grande. Casi de inmediato tacharon el nombre de Alfert.
Aún así, los ferroviarios la siguieron llamando de esa manera. Primero tuvo el número 5512, en 1969 pasó a ser la A-353 y en 1974 la 40201. Justo al final de la década de los 70, cuando el puerto de Isabela de Sagua empezaba a perder importancia y a convertirse en la ruina que es hoy, la pequeña locomotora fue enviada a un central azucarero de Coliseo, en Matanzas.
Nunca más volvió a ver el mar. A mediados de los años 80 su motor Gardner 8L3 acabó dándose por vencido y la máquina fue abandonada en un desviadero. Como muchos otros valiosos patrimonios de los Ferrocarriles de Cuba, acabó siendo irrecuperable.
Cinco años después de la llegada de la Hunslet, arribaron a Cuba diez enormes locomotoras inglesas de doble cabina. Las Clayton eran tan imponentes que los ferroviarios la llamaron Reina Isabel. Hasta la primera mitad de los 70, ellas reinaron en los trenes cubanos. Pero su destino final fue también el abandono.
A las 10 las llevaron para un desviadero en el antiguo central Hershey. Las malas hierbas y la desidia de un país que se niega a tener pasado se hicieron cargo de ellas. La Clayton y la Hunslet son hoy una de las más injustificables ausencias en el Museo del Ferrocarril de La Habana.
Tanto la Reina Isabel de los trenes nacionales como la pequeña infanta del puerto de Isabela de Sagua, merecían contarles a las futuras generaciones cómo vinieron a dar al Caribe y cómo era el país por el que tanto trasegaron y al que tanto le aportaron.
Se les negó esa oportunidad, como a los cubanos el derecho a tener memoria. Se perdieron en un hierbazal. Como a la isla entera, la maleza acabó tragándoselas.
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