A la izquierda, la casa de Aleida Pis y el portal donde tejía. |
Se ponía a tejer en cuanto el sol abandonaba su sillón preferido. Hacía las medias, gorros y prendas de vestir que luego usarían los recién nacidos del pueblo. Era la mujer más buena del mundo, pero, según ella misma, tenía mal de ojo. No se atrevía a celebrar a un niño sin antes asegurarse de que llevara un azabache.
Mi abuela y ella se querían como hermanas, porque Atlántida había sido como una hija para sus padres, Tina y Pedro Pis Prieto, el célebre presidente del Patronato Pro Luz Paradero de Camarones. A menudo la oíamos llamar por las ventanas. A veces no entraba, solo le alcanzaba un dulce a mi abuela y se iba.
Un día sacaron relojes despertadores en la tienda de Blanca Llerena. Eran Slava, un artefacto soviético que parecían tener la misma maquinaria de los tractores MTZ. Una mujer que vivía por la Loma del Chino Piloto quiso mostrárselo a Aleida. “¡No lo saques de la caja!”, le advirtió.
Pero la mujer insistió y, en cuanto Aleida dijo que estaba bonito, se le fue de las manos y cayó hecho trizas. A finales de los 80, Aleida viajó a Miami invitada por su hermano Landy. Fue a preguntarme qué quería que me trajera. Le pedí lo que más falta me hacía en aquel momento: una cinta de máquina de escribir.
Gracias a ese regalo, pude pasar en limpio el borrador de Los trenes no vuelven, el primer libro que publiqué. En la dedicatoria del ejemplar que le regalé, le di las gracias por la cinta y por cada dulce que llevó a mi casa durante toda mi infancia. Con el libro entre sus manos, me miró agradecida.
—Gracias, mi niño —me dijo—. Tú sabes que no puedo decir que está bonito, ¿verdad?
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