25 septiembre 2021

Laika y Nerón


Laika y Nerón tuvieron un amor a primera vista. Desde el día en que se conocieron, vivieron para encontrarse entre la línea principal y el apartadero. Ella dejó de jugar conmigo y voló por encima de los raíles. Él logró pasar a través de los alambres del patio de Mercedita. Cada quien llegó hasta la mitad del camino.
Se estuvieron olfateándose un largo rato. Ella se quedó inmóvil, para que él explorara todo su cuerpo. La llamé varias veces y, por primera vez, no me hizo caso. Se había paralizado. La voz ronca de Talín tronó en la ventana de la cocina de su casa, donde siempre resplandecía una temblorosa bombilla.
—¡Neeeeerón!
El grito fue tan fuerte que espantó a unas auras tiñosas que se estaban comiendo los restos de una gallina. Nerón, sin embargo, ignoró el llamado de su dueño. Siguió husmeando cada palmo de Laika, mientras las colas de ambos se movían sin cesar y, a veces, se entrelazaban.
Un día que Chena vino a dejar una carretilla de películas en la estación, me preguntó si quería uno de los cachorros de Loba. Me encogí de hombros. Con ese gesto le quería decir que me encantaría, pero que mi abuelo siempre se ha negado a que tengamos un perro en casa.
Chena me entendió perfectamente y me dijo que, si yo quería, él hablaba con Aurelio. le dije que no con la cabeza. “¿Eso quiere decir que sí?”, me preguntó. Volví a decir que no con la cabeza. Entonces me dijo que me lo traía al día siguiente y que por mi abuelo no me preocupara.
—¡Y para colmo es una hembra! —protestó Aurelio cuando me vio con la cachorra entre las manos.
Chena se reía a carcajadas y mi abuela fue a la cocina a buscarle leche. Mercedes Cabrera le había regalado los dos machos que quedaban a un chofer de los pepinos de Santa Clara. Los pepinos son unas viejas guaguas checoslovacas que suenan muchísimo, su ronroneo se oye a kilómetros de distancia. 
—Es igualita a la madre —me dijo Chena.
—¿Cómo le vamos a poner? —me preguntó Atlántida.
Unos días atrás yo había leído, en la revista Unión Soviética, la historia de una perra callejera que se convirtió en el primer ser vivo en viajar al espacio. El 3 de noviembre de 1957, a bordo del Sputnik I, orbitó sobre la Tierra. No sobrevivió, pero gracias a ella Gagarin sí pudo hacerlo.
—Laika —dije.
—¿Laika? —preguntó Atlántida.
—Por la perra que fue al espacio —dijo Aurelio.
—Por suerte en el Paradero de Camarones no hay cohetes —dijo Chena y se fue con su carretilla llena de rollos de películas, traqueteando por todo el pueblo.
Laika me esperaba todos los días en la punta del andén. Aunque el timbre de la escuela no se escuchaba en la estación, ella sabía perfectamente que había sonado, porque se quedaba inmóvil hasta que yo aparecía. La habíamos enseñado a no cruzar las vías del tren y por eso no salía a mi encuentro.
Los fines de semana me iba con ella a correr para el potrero. En época de lluvias, cuando la cañada tenía agua, ella se lanzaba y trataba de pescar guajacones con el hocico. No me consta que lograra atrapar alguno, pero eso no hizo que desistiera. Todo lo contrario.
Siempre fue muy obediente… hasta que conoció a Nerón. El perro de Talín y Mercedita era negro como un azabache y fiero. Enloquecía cuando las auras tiñosas se posaban en las matas de mango del patio. No descansaba hasta que lograba espantarlas. 
No sé cómo llegó a tener el nombre de un emperador romano en un pueblo donde los perros se llaman Verduga, Mocho o simplemente Perra, como la de Aldo y Tony Pérez. Pero Nerón, en honor a la verdad, reinaba en aquellos patios. Todos le temía, tanto los animales como las personas, excepto Laika. 
En cada una de las estaciones donde mi familia vivió, perdió un perro o un gato bajo las ruedas de los trenes. A veces, en la sobremesa, Atlántida recuerda la tarde en que un tren mató a Motica, la perra más querida la familia. Fue en el andén de San Juan de los Yeras. 
Mi abuelo le iba a dar la vía a un tren de caña y la perra, que ya estaba ciega, lo siguió. Parece que con el enorme estruendo que hacía la locomotora de vapor, Motica se desorientó y cayó a la línea. Hubo que esperar que pasara el caboose para recuperarla. Ese día Aurelio juró que nunca más tendríamos un perro.
Hasta el día en que Laika, después de beberse un plato de leche, fue donde él y se echó en sus zapatos. Aceptó con la condición de que la enseñáramos desde chiquitica a que no podía bajar del andén a la línea. Aprendió enseguida y fue muy obediente hasta que conoció a Nerón.
Una tarde estaba corriendo con Laika por el potrero. Ella se detuvo de pronto y paró las orejas. Olfateó el aire, como si quiera asegurarse de lo que estaba sintiendo. Me miró y volvió a olfatear. Cuando estuvo segura, salió corriendo. La llamé muchísimo, pero no me hizo el más mínimo caso.
Entonces se oyeron los pitazos de un largo tren de carga. Por más que corriera no iba a llegar a tiempo. Cuando subí las escaleras del patio, Atlántida estaba llorando. “¡No vayas para el andén!”, fue lo único que me dijo. A Nerón lo mató en el acto, porque puso su cuerpo entre Laika y la locomotora.
Aurelio la trajo cargada y la acostó sobre un saco en el último cuarto. El veterinario de Cruces dijo que no había nada que hacer, porque tenía varias fracturas en la columna vertebral. Esa noche los aullidos de su dolor no nos dejaron dormir.
Al día siguiente, cuando volvía de la escuela, oí un disparo de escopeta. Benigno había ido a sacrificarla. La enterramos en el patio. Encima de su tumba, Atlántida sembró una mata de naranjas dulces. Justo enfrente, del otro lado de la línea principal y el apartadero, está la tumba de Nerón.
—En el Paradero de Camarones no hay cohetes —dijo Chena cuando lo supo—, pero los trenes pasan volando.
Desde entonces las auras tiñosas duermen en las matas de mango del patio de Merceditas. Le perdieron el miedo a la voz ronca de Talín.

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