(Texto leído durante la presentación de la novela El cliente tatuado, en Casa de Teatro, Santo
Domingo, la noche del martes 26 de marzo)
Presentar un libro de un amigo es difícil, por más objetividad que
se trate de aparentar, nunca deja de ser sospechoso cada elogio que se diga.
Presentar un buen libro de un hermano es muchísimo más difícil. De manera que
les propongo algo. Si quieren no escuchen, pero, por favor, no dejen de comprar
la novela; con toda seguridad me lo van a agradecer.
La obra narrativa de Alejandro Aguilar está llena de personajes
reales. Algunos han sido disfrazados lo suficiente como para que nadie los
reconozca. Otros, sin embargo, apenas usan un seudónimo y se muestran tal cual fueron.
Ese es el caso del propio Alejandro, que es un personaje más que evidente en todos sus libros.
En República Dominicana suele decirse, unas veces por ingenuidad y
otras por desconocimiento, que la actual tradición literaria cubana se debe a
la revolución (Siempre que oigo semejante disparate, pregunto a quién se debe
entonces la de Carpentier, Lezama, Guillén, Vitier y Cabrera Infante, entre
muchos otros?).
Pero una de las maneras más rotundas de desmentir eso, es
Alejandro Aguilar, quien se hizo escritor a pesar de la revolución. Fundamento
mi afirmación. Alejandro estudió en una escuela militar, donde no le permitían
tener el más mínimo contacto con actividades creativas. Marchar y disparar, eso
era lo único que se necesitaba que hiciera bien.
Siempre que el autor de “Casa de cambio” cae en una crisis de
nostalgia, recuerda la noche en que burló las postas de la escuela y se escapó
para el teatro de Camagüey, donde habían anunciado a un catalán desconocido, muy
jovencito, de nombre variable (a veces le llamaban Juan y a veces Joan) y de
apellido Serrat.
Las cosas que cantó y dijo aquel hombre provocaron la primera
crisis de identidad de Alejandro Aguilar, pues se dio cuenta de que había algo más
importante que reventar una bota rusa contra el suelo o destruir el objetivo
que tenía en la mirilla.
Ya en La Habana, Aguilar estudió para político. De alguna manera
seguiría siendo un soldado, aunque esta vez sin uniforme ni armas. Una vez más
la revolución exigió de él un hombre sin fantasía ni creatividad, listo siempre
para repetir discursos y consignas de memoria.
Pero el artista que llevaba por dentro este humilde hijo de
ferroviario (así dirán de él en el futuro sus biógrafos) siempre se las arreglaba
para sobrevivir. En misiones de las juventudes comunistas recorrió
prácticamente todos los países del planeta donde eran bienvenidos semejantes misioneros.
Así fue que Moscú, Budapest, Sofía, Berlín, Praga, Managua y hasta
Pyongyang se quedaron grabadas en su subconsciente, no como ciudades sino como
escenarios. Allí sucederían las historias que terminaría contando Aguilar
cuando Alejandro acabara por revelarse (y rebelarse) como creador.
Antes de que eso pasara, el azar le regaló el detonante. En un
vuelo de regreso a Cuba conoció a una rubia que, por esos años, era la musa de
toda una generación (y me incluyo en ella). Esa mujer, bailarina por más señas,
no solo lo enamoró a primera vista (¿o debo decir a primer avión?) sino que le
cambió la vida.
Nunca más pudo Alejandro enrolarse en una misión del gobierno
cubano. Una de las cosas que más disfruto de nuestras conversaciones es oírle
repetir la historia de su desilusión. A partir de ese momento fue un hombre más
comprometido que nunca, pero con las causas de la creatividad, esas que siempre
librar sus batallas en un campo de guerra intangible, inimaginable para el
común de los mortales.
El primer libro de Alejandro Aguilar, “Paisaje de arcilla”, se
publicó en el mismo año y en la misma colección que mi primer libro. Gracias al
hecho de que ambos fueran premiados en Pinos Nuevos, me cayó en las manos y lo
leí sin conocer a su autor, a quien empecé a admirar sin tener la más remota
idea de quién era.
En un momento de profunda crisis nacional, donde todos en Cuba
escribían historias de prostitutas y balseros, Alejandro regresó a la escuela
militar donde en vano trataron de adoctrinarlo. Saldó las cuentas con su
conciencia y, de paso, escribió el que era hasta ahora su mejor libro.
He releído varias veces aquel pequeño cuaderno que no es ni poesía
ni cuento, sino las dos cosas a la vez. En él eran evidentes las mejores
influencias: William Faulkner, la literatura clásica rusa y un libro que tuvo
una luna de miel con nuestra generación: “Reflejos en un ojo dorado” de Carson
McCullers.
Recuerdo que muchos contemporáneos nuestros desconfiaban de
Alejandro, el cuadro político que había mutado en escritor. Ante más de uno
defendí los valores innegables de su libro y siempre me respondían lo mismo:
“Tocó la flauta”, que traducido al dominicano quiere decir “la pegó de
milagro”.
Pero 6 años después aparecería su primera novela “La
desobediencia”, luego, en 2005, “Casa de
cambio” y, en 2009, “Fijar la mirada”. Cada
una de esas obras forman parte de un cuerpo narrativo sólido, legítimo,
irremplazable de la literatura cubana actual.
Pero si les soy del todo honesto, yo no había vuelto a sentir la
sensación que me dejó “Paisaje de arcilla”, aquel libro minimalista y rotundo
que me hizo admirar a Alejandro Aguilar como escritor muchísimo antes de
llegarlo a querer como un hermano.
“El cliente tatuado”, la novela que les estoy proponiendo que
compren (todo lo que he dicho y diré aquí es con ese único objetivo), es el libro
que siempre estuve esperando de Alejandro. Aquí, con todas las herramientas que
la madurez le regala a los escritores (hablo de los buenos, porque los malos
tratan, pero no escriben), se cuenta una historia redonda, rotunda.
¿Recuerdan al muchachito aquel que estudiaba en una escuela
militar y luego se hizo un líder de las juventudes comunistas del mundo? Ahora
imagínense que acabó viviendo en Filadelfia, la ciudad donde está la escalinata
de Rocky y la estatua de ese símbolo kitsch del imperialismo.
“El cliente tatuado” es el encuentro de Alejandro Aguilar con la
sociedad contra la cual se suponía que luchara. Hay otra novela cubana que
aborda el mismo tema, pero el protagonista de “Memorias del desarrollo”, de
Edmundo Desnoes, ya había vivido en el capitalismo y solo estaba regresando a
él.
El personaje de Alejandro, en cambio, se enfrenta a algo
totalmente diferente a lo que le contaron y a lo que él mismo se había
imaginado. De ese choque de culturas, de esa crisis de identidad, nace una
historia apasionante (y perdonen que use una palabra tan manida, pero no
encuentro otra).
Cuando uno nace como escritor con la influencia de William
Faulkner, se muere sin poderse deshacer de ella. Si se tiene ese antecedente y
lo que se escribe sucede en las rutas americanas, esa fuente de inspiración
saldrá a relucir inevitablemente. Pero lo que en otros libros era influencia
aquí es homenaje, destreza en una manera de decir a la que ya se pertenece.
Tanto Alejandro como yo pertenecemos a una secta oculta. Se llama
Los Búfalos y acudimos a ella para discutir libros de Conrad, Capote, Melville,
Tabucchi. Sé que recibiré una reprimenda por hablar en público de algo que es
ultra secreto. Pero estoy feliz de que un búfalo sea capaz de escribir un libro
tan bueno.
Le prometí a Freddy Ginebra que solo serías dos cuartillas y acabo
de quedar mal. Por eso prefiero que sea él quien les presente mejor a uno de
sus hijos cubanos. Solo una cosa más.
Como pueden ver, Alejandro ya no vive en Filadelfia sino en Santo
Domingo. Ese es el capítulo que le falta a la novela. Cuando terminé de leer
“El cliente tatuado” encontraba que algo estaba inconcluso y al final me di
cuenta que era eso.
Aún no sabemos cómo será ni cuándo, pero el viaje de ese personaje
no se acaba esa tarde en que “la autopista 95 dirección Norte se hallaba
bastante despejada”.
1 comentario:
Me encantara leer "el cliente tatuado". Gracias por este artículo, Camilo, siempre es tan bueno saber que novedades de literatura cubana hay por cualquier esquina del mundo.
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