05 julio 2021

Felo López y Carmen Rodríguez


Eran nuestros vecinos más cercanos. Vivían en la antigua casa del reparador de vías. Ambos trabajaban en los ferrocarriles. Felo era el farolero y Carmen la guarda crucero. Como a mi abuelo Aurelio no le gustaba el agua de nuestro pozo, íbamos a su casa a buscar la que bebíamos.

Al pie de una inmensa ceiba, una pequeña bomba sacaba el agua más fresca que he probado en mi vida. Aurelio tenía la teoría de que la ceiba era clave para ese pozo, porque su sombra mantenía al agua fría y sus raíces le daban ese sabor único que tanto nos gustaba.

En el patio de la estación del Paradero de Camarones había cinco cambiavías. Cuando el sol empezaba a caer sobre las matas de mango de Mercedita, Felo López salía con un galón de keroseno y una lata de estopa. Limpiaba y encendía cada indicador. Esas luces marcaban el principio y el fin de nuestro pueblo.

A primera hora de la mañana hacía el mismo recorrido, pero solo para soplar las llamas y dejar que el sol se ocupara de alumbrarnos. Al final volvía a casa abrazado de Carmen. Caminaban por el medio de la línea, entrelazados, como si al cabo de tantos años y achaques aún fueran novios.

Los recuerdo así, saltando de travesaño en travesaño, alumbrados por la luz del amanecer. Si nuestras vacas dejaban de dar leche, Felo nos traía de las suyas. Lo mismo hacía mi abuelo si eran las de él las que se secaban. Si en alguna de las dos casas mataban un cerdo, un enorme pedazo de carne era enviado a la otra. 

Esos gestos ni siquiera se agradecían, porque se sobreentendían. Yo todavía estudiaba en La Habana cuando Felo murió. Mi abuela me obligó a ir a darle el pésame a Carmen. Es algo que ni entonces ni ahora me gusta. Sigo sin entender el idioma de la muerte. “Ay, Camilito”, fue lo único que me dijo. 

A partir de ahí, parecía alguien que acaba de aprender a caminar. Se había pasado toda su vida abrazada a Felo y ya no tenía en quién apoyarse. Por esa misma época sustituyeron los faroles por cristales que reflectaban la luz de las locomotoras. No hizo falta nunca más un farolero. “Menos mal que Felo no tuvo que ver esto”, decía mi abuela Atlántida, que enfurecía ante cualquier señal de modernidad.

Desde entonces para saber dónde empieza y dónde se acaba el Paradero de Camarones cuando es de noche, hay que esperar a que pase un tren.

1 comentario:

Ismael Sambra dijo...

Muy bueno. Muy bien narrado y descrito todo. Buen final, cosa muy importante en las historias. Gracias Recio Juan Carlos.