10 julio 2021

Las dos horas y 15 minutos en que el tiempo se detuvo


(Fragmento de la novela Atlántida)

Todas las mañanas, después de abrir las dos puertas del salón de espera y las dos ventanas de la oficina, Aurelio se toma un tiempo en darle cuerda al reloj de la estación. Lo trata con mucho cuidado, como si su vieja armazón de madera o su fino cristal pudieran deshacérsele entre las manos.

Durante las ocho horas que se mantiene atento a los teléfonos y al movimiento de los trenes, mira incontables veces la esfera para comprobar la hora exacta. Al oír que alguien desde otra estación da el paso de un tren, él lo contrasta con las enormes manecillas que tiene delante.

El reloj es el más grande del Paradero de Camarones. Vino de Inglaterra en 1899, cuando la Cuban Central Railways puso uno en cada estación. Su esfera tiene grandes manchas de humedad y se ha empezado a borrar, pero todavía puede leerse claramente “20 Moorgate Street, Londres”. 

A las 09:10, Aurelio recibió una llamada de Cruces. Una tolva de azúcar se había descarrilado en el enlace del ramal Santo Domingo, impidiendo el paso hacia Camarones. Aurelio, después de comprobar que el reloj de la estación tenía esa misma hora, preguntó cuán grave era el accidente.

—Solo se le cayó un truck—aseguró Ucha, el operador de la estación vecina—.

—All right —respondió Aurelio. 

Eran las 09:12. Se paró en la ventana de la oficina que da a la ventana del comedor a través del andén de Cumanayagua y le comentó a Atlántida que no había paso por un pequeño accidente en Cruces. Calculó que tardarían unas tres horas en levantar la tolva y restablecer el paso.

De regreso a su mesa, volvió a mirar el reloj. Eran las 09:15. En la matiné del cine Justo, hace como tres o cuatro domingos, pasaron comedias silentes. Cuando Harold Lloyd, después de escalar por las paredes de un edificio alcanzó un enorme reloj, Carlos el de Pascualita saltó de su asiento.

—¡Miren el reloj de la estación! —gritó mientras todos reían a carcajadas.

Los tranvías, los carros y los transeúntes se veían pequeñitos allá abajo, mientras el Hombre Mosca se agarraba del minutero para no caerse. Al final, la maquinaria del reloj no pudo soportar su peso y acabó zafándose. Entonces Harold, sin que ni siquiera se le callera el sombrero, quedó colgando hacia el vacío.

Las palmadas, las risas y los gritos del cine Justo fueron tantas, que Chena tuvo que encender su linterna y pedirnos que nos calmáramos. Eso mismo tuvo que decirle Atlántida a Aurelio cuando mi abuelo la llamó alarmado. Casi una hora después de que lo mirara por última vez, el reloj todavía tenía las 09:15.

Estuvo un largo rato con las manos en la cabeza. No puedo decir cuánto duró porque ya no había manera de medir el tiempo. Luego mi abuela le trajo la pequeña latica de aceite de su máquina de coser Singer y Aurelio atinó a bajar el reloj de la pared.

Su maquinaria no se parecía al de la película. Tenía varias ruedas dentadas y una pieza larga que, según Aurelio, se llama vástago. Primero sopló cada pieza y luego les puso aceite. Después de atornillarlo de nuevo a la armazón de madera, le dio cuerda. Con un gesto nos pidió que hiciéramos absoluto silencio.

Se mantuvo así hasta que escuchó el primer tic tac. Entonces llamó a la estación de Cruces y le preguntó qué hora era. Las 10:30, se le oyó decir a Ucha. Luego llamó a San Fernando y Hugo Lois le dijo lo mismo. Desde la saleta, después de sintonizar Radio Reloj, Atlántida lo confirmó.

Feliz, se recostó en su asiento y permaneció con la vista fija en la esfera del reloj hasta que el minutero alcanzó las 10:31. Al final fueron dos horas y 15 minutos. Ese fue lo que duró detenido el viejo reloj inglés. El sonido de sus engranajes y su volanta ya marcaba otra vez el compás de la mañana.

Cuando pasó el primer tren, Aurelio saludó al maquinista eufórico. Pepe Guerén respondió el saludo muy animado también. Es probable que pensara que mi abuelo estaba así porque se había restablecido la circulación entre Cruces y Cienfuegos. Pero yo sé que la razón era otra.

En el momento que Harold Lloy llegó a los brazos de su novia, después de perder el sombrero y quedarse colgando por un pie de una cuerda, todos aplaudimos. Eso hicimos también Atlántida y yo cuando vimos a Aurelio de regreso a su mesa, después de recuperar la confianza en las manecillas del reloj.

Gracias al aceite de la máquina de coser Singer, el tiempo nunca más volvió a detenerse en la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones.

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