28 julio 2021

Dios está del otro lado de la ventana


(Fragmento de la novela Atlántida)

Atlántida suele ir a casa de Mercedita algunos domingos en la mañana. Aunque se pone ropa y zapatos de salir, ni siquiera entra. Se queda en un viejo asiento de autobús que Talín puso frente al pozo, junto a la puerta de la cocina. Ella nunca ha querido que la acompañe. “Mejor quédate con tu abuelo”, me dice siempre.
Desde los postigos de la ventana de mi cuarto la puedo ver, del otro lado de las vías y del patio de los vecinos. Primero conversa un rato con Mercedita, luego se les suma Talín y al final se queda sola. A veces se deja caer en el viejo asiento de autobús y a veces se para. Al menos dos veces se persigna.
Aurelio dejó de creer en Dios a los ocho años. Fue en 1916, la mañana en que volvió del entierro de su madre. Mi abuelo y su hermana María, apenas dos años mayor que él, fueron a la iglesia tomados de la mano. El cura, un gallego alto como una palma y que siempre estaba borracho, les preguntó qué querían. 
Los niños estaban tan asustados y tristes que se abrazaron y empezaron a llorar. El cura no les dijo nada. Después de buscar por varios escondrijos dentro de su sotana, sacó una caja de fósforos y un tabaco. El humo envolvió a los niños. Aurelio empezó a estornudar.
—Queremos hacerle una misa a nuestra madre —dijo por fin.
—¿Trajeron dinero? —preguntó el cura.
—Sí, un real —dijo María.
—¡Tan poco! —respondió el cura— Por eso yo no le hago una misa ni a Dios.
Los dos niños volvieron a su casa abrazados y se pararon delante del lugar donde María Alonso había caído muerta. Algunos decían que la había matado el humo de la leña, otros que el cansancio. Su marido, Claudio Yero, había construido una fonda frente a la línea del ferrocarril. 
Ella se pasaba el día junto al fogón, cocinando para los marchantes que iban o volvían de San Fernando de Camarones. Su potaje de garbanzos y su carne con papas tenían tanta fama, que hubo gente que perdió el tren por tal de probarlos. Como siempre fue muy pálida, nadie se dio cuenta de que estaba enferma.
Aurelio creció con un rencor que nunca se le curó. Delante de él no se podía hablar de los curas ni fumar. En cuanto sentía olor a tabaco, empezaba a maldecir. Aunque Atlántida es devota de la virgen de la Caridad del Cobre, cuando se casaron le prometió que nunca más pondría un pie en una iglesia.
Esa es la razón por la que algunos domingos en la mañana se pone ropa y zapatos de vestir. La iglesia del Paradero de Camarones está al lado de casa de Mercedita. Justo encima del pozo hay una alta ventana desde la que se ve a Cristo en la cruz. La sangre que corre por su rostro me daba miedo hasta hace poco.
En el pozo de Mercedita no huele a tabaco sino a incienso, pero Aurelio igual no lo resistiría. Yo sé que él sabe lo que hace Atlántida en el viejo asiento de autobús, pero nunca le ha dicho nada. Siempre que ella vuelve, él habla de otra cosa y, sin ningún motivo aparente, la abraza y le da un beso.
Aunque Aurelio dejó de creer en Dios a los ocho años, nunca ha perdido su fe en el poder de la naturaleza. “La naturaleza sabe lo que hace”, dice cuando se acerca un ciclón o un ternero que ha nacido enclenque se le muere. “La naturaleza es sabia”, asegura a menudo, ante hechos y cosas que no puede explicar.
—¡La naturaleza hace milagros! —dijo con los brazos abiertos, para celebrar que todo el arroz que tenía sembrado espigó a la vez.
A las nueve en punto, Mercedita y Talín dejan sola a Atlántida en el viejo asiento de autobús. Entonces se oye una música. Después del eco de una voz que parece venir desde muy lejos, mi abuela se persigna. De ahí en adelante no quita la vista de la ventana. Para ella, Dios está del otro lado.

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