Anoche soñé que la estación del Paradero de Camarones había esperado a que yo llegara para derrumbarse. Hace una semana que estamos en Chicago. Veo pasar trenes constantemente. Al final de las calles, por encima de nosotros, haciendo un enorme estruendo bajo nuestros pies.
El ruido de los trenes sobre los viejos raíles y los travesaños empavesados en creosota, siempre acaban llevándome de regreso a casa. Ayer, mientras caminábamos por The Loop, nos paramos a mirar la imponente fachada del teatro Chicago. Pero, casi de inmediato, un largo tren distrajo mi atención.
Eso me ocurre constantemente en esta ciudad. De regreso al hotel, me puse a releer cuentos de Ray Bradbury (una exposición sobre él se exhibe en el The American Writers Museum). Y esas ficciones, que me son tan conocidas como mi pueblo, se fueron mezclando en mi cabeza con la realidad que hemos vivido aquí.
Acabo de abrir los ojos y estoy todavía en Chicago. Hace apenas unos segundos caminaba por el patio de la casa de mi tío Rao. Entonces oí el ruido de un tren sobre los viejos raíles y los travesaños empavesados en creosota. Me asomé al fondo del patio y la estación, todavía intacta, empezó a derrumbarse.
No dije ni hice nada. Me quedé paralizado hasta que el edificio se borró del paisaje. “Eso mismo me ha pasado con Cuba”, pensé ya despierto. Como a Douglas Spaulding, el muchacho del “El vino del estío”, me bastó levantarme y asomarme a la ventana para sentir la sensación de libertad que produce el verano.
Al final me alegra el haberme evitado la angustia de estar allí realmente y que todo no fuera más que una pesadilla. Aun así, una vez más compruebo que esos son los únicos caminos de regreso que me quedan. Ya solo a través de los sueños y de las palabras, mías o de otros, es que puedo volver a estar allí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario