No soy de los que cargan con el peso de los símbolos patrios.
Nunca he llevado una bandera de Cuba colgada del retrovisor. Cuando suena el
himno de mi país en las Olimpiadas, no me aqueja esa excesiva emotividad que
suele arrancar lágrimas o producir escalofríos.
El escudo de Las Villas me conmueve más que el de la nación
entera. Un arado, encajado en el medio de un campo, para mí tiene un mejor significado que la llave
del Golfo. El humo de un central en plena zafra me representa mejor que las
ramas de laurel y encina.
Pero si hay dos cosas de mi país que de verdad me estremecen son el cielo de
mi provincia y el parque de mi ciudad. Cuando niño, cada vez que mi madre me
llevaba del brazo por el parque Martí, cerraba un ojo para poder descifrar la
cabeza del Apóstol entre la claridad de los celajes.
Eso hice el día que volví a poner los pies encima de la marca
donde, dice la leyenda, acamparon los fundadores de Cienfuegos. Cerré un ojo
para mirar en dirección a Martí y, cuando logré enfocar, descubrí que Diana
había abierto la verja de hierro y se había escabullido dentro del monumento.
No soy de los que cargan con el peso de los símbolos patrios. Pero
tampoco mentiría si digo que casi todo lo que me une a mi país estaba delante
de mis ojos, como una postal, dispuesto con la forma que toman las cosas cuando se les necesita para siempre.
1 comentario:
Es decir, que el Parque Martí de Cienfuegos también es parte del célebre viaje. Deberías identificar los post.
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