Salí de Cuba a finales del 2000. Por dos años y unos meses mantuve
ese incómodo silencio que hacemos los cubanos para no cerrarnos las puertas del
regreso a casa. Pero en la primavera de 2003, el día que supe que Raúl Rivero
había sido encarcelado por decir lo que pensaba, decidí dejar constancia de mi
solidaridad con el poeta.
A partir de ese momento, comencé a firmar todas las cartas y
documentos que exigían las libertades y los derechos que le son negados a mis
compatriotas. Aunque de antemano sabía que esas acciones tendrían muy poca
repercusión, asumía mi apoyo a cada iniciativa como una cuestión de principios.
En mayo de 2007 suscribí la Carta de Santo Domingo, un texto que redactamos entre Mario Rivadulla, Pedro
Ramón López, Luis González Ruisánchez, Iván Pérez Carrión, Raúl Varela, Roberto
Cavada y yo. Justo el día en que la daríamos a conocer, Cavada pidió que
retiraran su firma. Sus aportes, en cambio, permanecieron en el documento.
Antes de decidir si firmaría o no el Llamamiento urgente por una Cuba mejor y posible, se lo leí en voz
alta a Diana. Entre los que ya habían suscrito el documento se encontraban cubanos que
admiro, respeto y hasta quiero. Pero también aparecía la rúbrica de algunos con
los que estoy en total desacuerdo. Esa pluralidad me gustó.
Al final decidimos firmar. Lo hicimos convencidos de lo que
hacíamos y, sobre todo, de lo que pedíamos para Cuba. Si otro documento como
ese me cayera en las manos mañana, lo volvería a firmar. Si entre sus suscriptores
estuvieran las firmas de gente con la que discrepo demasiado, mejor aún.
Dice un trovador que la libertad solo existe cuando no es de
nadie. Mi más grande deseo es que ese ideal sea posible en Cuba cuanto antes. Si estuviera a mi alcance, ese día buscaré a Roberto Cavada para
darle un abrazo y decirle que todavía está a tiempo de firmar la Carta de Santo Domingo.
Su libertad me alegrará tanto como la mía. A partir de ese momento, ni él, ni yo, ni ningún otro cubano tendrá que seguir cargando con miedos ajenos. Por eso firmé, por eso firmaré siempre.
Su libertad me alegrará tanto como la mía. A partir de ese momento, ni él, ni yo, ni ningún otro cubano tendrá que seguir cargando con miedos ajenos. Por eso firmé, por eso firmaré siempre.
9 comentarios:
Querido Camilo:
¡Excelente tu exposición y tu postura¡ Me siento orgulloso de tu amistad. Un fuerte abrazo,
APRETASTE SELENA!!!! UN AGRAZO GRANDE GUAJIRO LINDO.
ay, Cavadita, siempre tan mierduquero, trepador, camuflajeado...
Suscribo lo que dices 100%.
Te apoyo Cucho, 100% contigo.
NO SE PUEDE DECIR MAS CLARO. LOS CUBANOS NECESITAMOS UNIRNOS MAS Y SER MAS TOLERANTES.
Por eso yo firmo tus comentarios del maravilloso BOG que haces, querido maquinista del tren de la Vida que nos tocó, Camilito. Tu hermano: LEMIS
Muchos cariños, hermanito poeta!!!! Hasta cuándo el aquelarre de nuestra maltratada islita maldecida???? (Lemis)
Sonetos de Estación
I
Una estación de tren tan solitaria
que el reloj tiene miedo a dar la hora
y el óxido pregunta si hay demora
(amén de la demora casi diaria).
Bancos vacíos. Vientos de plegaria.
Las dársenas hablando con voz queda.
Y yo soy cara o cruz de otra moneda
para una trayectoria innecesaria.
Una vieja Estación abandonada
entre adioses, pañuelos, lagrimales,
quédate, vuelve, espérame, no es nada...
Una vieja Estación con sus postales
de viajeros con niebla en la mirada,
de náufragos en secos humedales.
II
No falta, por supuesto, un perro flaco,
un viejo guardagujas sonriente,
una enorme pared de vidrio opaco,
un árbol-meadero de la gente.
No falta una colilla jorobada,
un póster ya borroso, una bombilla,
un viejo pisoteando la colilla,
una viuda con gestos de casada.
No falta el vigilante ferroviario
con su viejo candil, su boina roja,
su reloj de bolsillo innecesario,
su tizne en el mirar, su pata coja.
No falta ni el poeta solitario
que está viendo llover y no se moja.
III
No faltan los vagones de otros trenes
jubilados o medio jubilados,
las traviesas con clavos oxidados,
las gravillas con canas en las sienes,
los vasos de cartón labiopintados,
los viajeros con cara de rehenes,
y un niño de cordones desatados
y el tácito “oye, ¿y tú, de dónde vienes?”
Si esta vieja Estación hablar supiera,
con metálica voz desafinada,
la viuda volvería a ser soltera,
el perro no tendría hambre atrasada,
ni el reloj menopausia minutera,
ni yo hubiera podido escribir nada.
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