Recuerdo con exactitud la fecha en que me aprendí las reglas del fútbol. Fue en junio de 1978. Mario Kempes se veía deforme en el tembloroso vidrio del televisor soviético. Aún así, llegó un momento en que los grises de aquella pantalla en blanco y negro se convirtieron en un eufórico azul celeste.
También recuerdo con exactitud la fecha en la que mi padre se aprendió las reglas del futbol. Junio de 1986. Serafín Venegas estaba a punto de cumplir 60 años, pero seguía cada pisada de Diego Armando Maradona con la pasión de un niño. Aplaudía como si estuviera en el estadio Azteca.
El 29 de junio, cuando Argentina acabó derrotando a Alemania 3 a 2, mi padre y yo nos dimos el abrazo más grande de nuestras vidas. Ni antes ni después nos mantuvimos tanto tiempo entrelazados. Todo eso se lo debemos al pie izquierdo de un genio, a su manera irrepetible de perseguir a una pelota por la hierba.
De ahí en adelante, Diego Armando no se cansó de desilusionarme. Está mal visto juzgar a las personas el día de su muerte. Me extendí en el amor, seré breve con el odio. Nadie logró darle más alegría a mi corazón y hacerme sentir tanta vergüenza ajena.
Lo segundo es imperdonable. Lo primero, siempre acabaré celebrándolo cada vez que oiga a Calamaro cantar que Maradona no es una persona cualquiera. Tiene razón el Salmón, “es un ángel y se le ven las alas heridas”. Si Dios existe, en unas horas sabrá por fin de quién fue la mano.
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