He agradecido muchas veces el apoyo y el cariño que recibí de todos los dominicanos que encontré en la redacción de El Caribe en noviembre del 2000. Ese gesto suyo y la confianza de Luis Canela, el director, que me ofreció el puesto de editor apenas a unas horas de mi llegada a República Dominicana, fueron salvadores.
Tiempo después de que Luis regresara a sus funciones en el Banco Popular (dirigía de manera interina), nombraron a Fernando Ferrán al frente del periódico. Ferrán es un jesuita cubano, filósofo y antropólogo, que colgó los hábitos por una cibaeña. Sus largos silencios fueron siempre grandes lecciones para mí.
—Todos los martes —me propuso un día—, piérdete en una camioneta del periódico. Vete a conocer la geografía dominicana y a la gente. Mi única condición es que vuelvas los miércoles con un reportaje.
Le tomé la palabra y, ayudado por un mapa a relieve que había en la redacción, me hice de un plan de viajes. Así fue que un día (martes, con toda seguridad), me desvié en La Vega y, después de subir la empinada cuesta de Bayacanes, alcancé un estrecho y largo valle que acaba en un pueblo.
En ese momento la nostalgia me estaba carcomiendo. Recuerdo que apagué el aire acondicionado de la camioneta y bajé los vidrios. Las calles me olían a Manicaragua. La gente caminaba despacio (típico del que vive entre montañas) y se saludaba con un eco, como en el Escambray: “¿Qué haaay?”, “¡Ya usté veee!”.
Aunque siempre encontré algo de qué escribir, no recuerdo qué reportaje hice aquella vez. Lo único que quedó claro para mí fue que, si llegaba a tener la más mínima oportunidad, acabaría viviendo allí. Todavía lo hago. Cada vez que llego a Jarabacoa, bajo los vidrios del Jeep y le digo a Diana que respire.
—Así huele Manicaragua —le digo.
Ayer, recibí un mensaje de una querida amiga: “Estoy recogiendo en La Habana. ¡Me voy! No puedo más. Esto ya esto es invivible”. Como esa misma sensación de asfixia llegué a la puerta del avión la última vez que estuve en Cuba. Entonces, Diana y yo nos prometimos no volver.
El Paradero de Camarones está donde quiera que estoy. El Escambray, probablemente el lugar donde viviría hoy si no me hubiera tenido que marchar, también está aquí conmigo. Siempre que huelo a Jarabacoa lo compruebo. Aún sigo respirando esa parte del aire de mi país que no ahoga.
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