El 29 de mayo de 1980, en presencia de Erich Honecker, presidente de un país que nueve años más tarde sería derribado a mandarriazos, fue inaugurada en mi provincia la fábrica de cemento Carlos Marx. Una de las más grandes de América Latina, según se dijo en el discurso inaugural.
En una llanura tan grande, la fábrica y su nube de polvo eran visibles lo mismo desde el techo de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones que desde los pasillos de la escuela al campo Mártires del Escambray, donde cursé el décimo y el onceno grado.
Cuando la tarde estaba cayendo sobre el valle de Manicaragua, yo solía buscar la polvareda de Guabairo (nunca nadie llamó a la fábrica por el nombre del filósofo alemán). Aquella nube de tierra, a 50 kilómetros de distancia, era mi camino de regreso a casa.
En el 2011, regresé con Diana Sarlabous a Manicaragua. Solo quería para pararme frente a la puerta de la casa que fue de mi padre. Luego busqué un lugar alto para volver a ver a Guabairo. Ahí seguía, sacudiéndose el polvo como un elefante, en medio de la sabana cienfueguera.
Aún sigo teniendo lugares distantes para mirar caer la tarde. En el apartamento de Santo Domingo, busco entre la larga sombra de la Cordillera el punto donde debe de estar la Loma de Thoreau. Allá arriba, siempre miro al sol caer. En esa misma dirección está Cuba.
Aunque ya no busco un camino de regreso, apenas sigo reflejos incondicionados. En el discurso inaugural de la fábrica de cemento se dijo que, solo en una sociedad pura como el socialismo, crecen los hombres que se necesitan para construir el futuro. Leyendo eso advertí que, respecto a mi país, solo me interesa levantar el pasado.
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