Mi hija Ana Rosario vive lejos. A veces, cuando Madrid hace que extrañe a su padre, registra en los rincones de su laptop para sorprenderme con un regalo. Hoy me hizo llegar esta foto que ni siquiera sabía que existía. Ahí estamos mi madre, ella y yo, en los primeros años de nuestra vida dominicana.
En mi casa, allá en la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones, teníamos una tradición. Si se cocinaba algo rico, se le guardaba un poco al ausente. Los viernes, al volver de la beca, encontraba en el refrigerador pequeñas cantidades de las delicias que Atlántida había cocinado durante la semana.
El día que nos planteamos ese viaje sin regreso que es el exilio, mi única condición fue siempre que mi madre viniera con nosotros. Tenerla conmigo desde el principio, me dio unas fuerzas increíbles para empezar de cero. Nada de eso lo supe en aquel momento, al cabo de los años es que uno reacciona y lo advierte.
Entre 2004 y 2006, tuve que irme a trabajar fuera de Santo Domingo. Volvía los viernes en la tarde y, como en los viejos tiempos de la beca, encontraba en el refrigerador pequeñas cantidades de las delicias que Lérida había cocinado durante la semana. Eso, solo eso, me hacía sentir en casa.
La foto que me envió Ana Rosario es en el cuarto de servicio del primer apartamento que tuvimos. Estaba junto a la cocina y, como no teníamos empleada, lo usaba como estudio. A veces, mientras Lérida preparaba el almuerzo, me llevaba una cuchara para que probara.
Cuando tienes la posibilidad de seguir disfrutando de las comidas de tu madre, no estás del todo en el exilio. De alguna manera sigues habitando ese espacio esencial del que saliste. Mi hija Ana Rosario vive lejos y hoy, después de extrañar a su padre, me mandó una foto de los primeros años de nuestro insilio.
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