La lluvia no paró ni por un momento. Avanzamos por los tres valles (Villa Altagracia, Bonao y Cibao) debajo de una cortina de agua. Una piedra, que vi acercarse como un asteroide, impactó contra el parabrisas (el lunes tengo que reportarlo al seguro). No pusimos música en ningún momento.
En Buenavista, justo antes de que tuvieran que desviarse, descubrimos que el carro que iba delante de nosotros era el de Mayitín y Soraya. Les tocamos bocina y le hicimos cambios de luces hasta que se detuvieron. Nos abrazamos debajo del agua, con ese comportamiento brechtiano que impone la pandemia.
Ya en la Loma de Thoreau, Diana encendió la chimenea y yo tiré unas salchichas irlandesas en la parrilla. Hoy tuvimos un día difícil y largo. No hubo mejor manera de resumirlo que ese trayecto tan complicado que fue salir de Santo Domingo y atravesar los campos anegados de un país que el agua ya satura.
Mientras sonaban viejas canciones cubanas y un Brugal a las rocas se consumía junto a las llamas, me puse a pensar en todas mis vidas. Mínimo identifico cinco. Si fuera un gato, entraría en pánico. Porque apenas me quedan dos. Aun así, me sentiría dichoso. Vivo, desde hace nueve, con la mujer que busqué por décadas.
Si me hubieran dado a elegir, preferiría estar escribiendo esto desde el Paradero de Camarones. Pero mi pueblo tuvo la mala suerte de quedar en un país que se fue borrando de los mapas hasta desaparecer. Tampoco puedo quejarme. Tengo aún un pedazo de tierra próspero bajo mis pies y espacio para seguir sembrando. La lluvia sigue sin parar.
El fuego que encendió Diana arde con más fuerza.
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