Aunque le debo mucho a demasiados, nunca aprendí tanto de alguien como de mi abuelo. Tomás Aurelio Yero Alonso nació en el Paradero de Camarones en 1908, cuando el siglo XX acababa de empezar y Cuba era un país por hacer. Era todavía un adolescente cuando se casó con Atlántida y se hizo ferroviario.
Aunque su sentido del humor era invencible y sus carcajadas incontenibles, siempre me pareció un hombre que se había despedido de su felicidad en alguna de las tantas estaciones donde trabajó. Era muy apasionado, pero todas sus pasiones, salvo Atlántida, sus hijos y sus nietos, quedaban en el pasado.
Hubo una época en que mi abuela le prohibió ver el Noticiero Nacional de Televisión. “Un día de estos te va a dar una embolia, viejo —le advertía—. Mira que estás acabado de comer”. A veces yo no entendía su inconformidad y se lo hacía saber. “Si tú hubieras visto lo que era Cuba”, se limitaba a responderme.
Es muy probable que mis nietos tampoco lleguen a comprenderme. Soy muy apasionado, pero todas mis pasiones, salvo mi familia y la vida que llevo en una loma dominicana, quedan en el pasado. A veces evito leer noticias, aun cuando tengo el estómago vacío.
Cuando cayó el muro de Berlín, muchos creímos que la humanidad había aprendido la lección y que algo tan atroz como el totalitarismo comunista jamás se repetiría. Pero hoy se está construyendo una tapia aún más alta y muchísimo más difícil de derribar, porque no está hecha de ladrillos sino de ignorancia.
El día que los hijos de Ana Rosario, Lorenzo, Gabriel o María no entiendan mi inconformidad y me lo hagan saber, les diré lo mismo que me decía mi abuelo cuando discutíamos de sillón a sillón, en un andén del siglo pasado: “Si ustedes hubieran visto lo que era el mundo”, me limitaré a responderles.
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