31 diciembre 2020
2020, el año en que no nos separamos
28 diciembre 2020
El país más lindo del mundo
Tiempo para mirar
27 diciembre 2020
La luz del domingo
En los 53 años de Renay Chinea
26 diciembre 2020
La mirada salvaje de un cazador
20 diciembre 2020
Un minuto y dieciséis segundos donde mi padre aparece
19 diciembre 2020
Escoger el arroz
15 diciembre 2020
Los rincones
Un sancocho de despedida
11 diciembre 2020
Feliz día, montañas
10 diciembre 2020
Nota informativa
09 diciembre 2020
Stanley
06 diciembre 2020
Pelos en el alambre
05 diciembre 2020
El sabor del casabe
01 diciembre 2020
Las canciones que me salvaron
28 noviembre 2020
Ahora los cubanos también le temen a las ambulancias
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Artistas cubanos en el plantón frente al Ministerio de Cultura. |
Una ambulancia tripulada por fornidos paramédicos se detuvo frente a la casa en ruinas donde integrantes del Movimiento San Isidro se mantenían en huelga de hambre. Uno de los ocupantes del vehículo derribó la puerta de una patada. No era un paramédico, era un paramilitar.
27 noviembre 2020
En la Loma de Thoreau todos somos San Isidro
26 noviembre 2020
Por una vez, llamemos a las cosas por su nombre
25 noviembre 2020
Mi amor y mi odio por Maradona
Vigencia de las palabras a los intelectuales
24 noviembre 2020
Esa parte del aire
23 noviembre 2020
La neblina de los amigos
21 noviembre 2020
Popi
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Mi prima Lucy y Popi, con sus hijos Harold y Yanelis. Años 70. |
Mi prima Lucy fue a Manicaragua acompañando a mi madre, cuando Lérida aún era novia de mi padre, y así conoció a Popi. Tres años después, en 1970, se casaron. Él era hijo de un pinareño, Melo, y de una villareña, Bello. Pero siempre fue un fanático de los equipos de La Habana y de todo lo que no fuera el mundo que le rodeaba.
20 noviembre 2020
Un mito cubano y un arte dominicano
19 noviembre 2020
El fuego que encendió Diana
18 noviembre 2020
El muro
15 noviembre 2020
Trampero
12 noviembre 2020
Guabairo, a lo lejos
08 noviembre 2020
Neblina para dos
06 noviembre 2020
Dice Michel Houellebecq
05 noviembre 2020
Insilio
03 noviembre 2020
La muchacha con la que volví a Cuba
01 noviembre 2020
El monasterio cisterciense
cruzando el arroyo Cercado,
hay un monasterio
que pende de una montaña.
En un punto que el sol
apenas alcanza
comienza el silencio del día.
Muy temprano en la mañana
y justo antes de que anochezca,
los monjes hacen sonar
sus campanas.
Llaman a callarse en un lugar
donde el sonido crece silvestre,
como esas flores que se marchitan
de solo tocarlas.
Hace unos días acompañé
a Diana al monasterio.
Uno de los monjes salió
a saludarnos.
Compartimos unos minutos
de silenciosa conversación.
Como campanas,
replicamos
nuestro mutismo
por la ladera de la montaña.
En el camino de regreso,
la luz de la tarde
reproducía su estruendo
a nuestro paso.
El día, ya apagándose,
se marchitaba de solo mirarlo.
Un campo lleno de cuerpos
Hoy en la mañana, ya junto al fuego
que encendí para que trajeras
a la mesa el primer día de noviembre,
supe que soñamos lo mismo.
Mientras los perros y la neblina
velaban por nosotros,
pasamos a través de un campo
lleno de cuerpos
que aún no logramos identificar.
No sabemos exactamente
dónde estuvimos,
pero ya estamos claros
de que se trató de una oscuridad
que compartimos mientras el viento
movía las cortinas que hay
en la cabecera de la cama.
Sea lo que sea, me alivia
estar de regreso
a tus manos pequeñas
y a este bosque
donde una larga mañana
recién acaba de empezar.
Ya no me asustan las pesadillas
si al final descubro que sigo a tu lado.
31 octubre 2020
Con Alcides
30 octubre 2020
Escambraica cocina
28 octubre 2020
Gracias, Enrique Colina
27 octubre 2020
SONIA DÍAZ CORRALES: "Escribo porque no sé hacer otra cosa para sobrevivir”
Nunca saliste de Cabaiguán hasta que también saliste de Cuba. Siempre fuiste eso que muchos, despectivamente, llaman “un escritor de provincia…”. ¿Qué significan hoy para ti ambas cosas, es decir, Cabaiguán y el haber escrito desde allí?
Estamos de acuerdo en que hay escritores de provincia y, por ser más luctuosamente específicos, hasta de municipio. Para mí no es despectivo, es simplemente la elección de un sujeto, de un lenguaje, de un espacio, de una figura que siempre ha existido. Ahora más que nunca, que el mundo entero es casi una provincia.
Nunca he escrito desde Cabaiguán, o desde Canarias, siempre he escrito desde un sitio del interior que no tiene que ver con el espacio geográfico en el que vivo. Escribo desde una provincia particular, íntima, que bien pensado me convierte en una absoluta y total escritora de provincia, lo cual es una gran ventaja.
En esa provincia escribo yo, exijo calidades y lealtades yo, lo intelectual cede todo el rato el paso a lo humano, lo triste no es lastre sino vivencia, la censura no existe y las ambiciones apenas sirven para saber que no has llegado aún, que por mucho que avances siempre hay un más allá a donde ir, un sitio inexplorado, un puente que nunca has atravesado, pero que sabes que alguna vez… No tiene límites esa provincia.
Nunca salí de Cabaiguán hasta que salí de Cuba, ahora que lo pienso, porque quizás no me hacía falta.
Para alguien que nunca salió de su pueblo, ¿qué significa salir de su país?
Creo que el exilio es traumático para la mayoría de los exiliados, pero para una mujer de campo, a quien absolutamente nadie espera del otro lado, y que tiene que aprender de nuevo a hacerlo casi todo, con un hijo, pocos recursos y muchos propósitos, es muy complicado.
Estuvimos en Costa Rica cuatro años, en los cuales entendí muchísimas cosas del mundo y de mí misma que en Cuba probablemente no hubiera entendido nunca.
Recibí tanto cariño, encontré tan buenos amigos, incluso algunas oportunidades y ocasión de sopesar la nostalgia de algo que no era Cuba en sí, sino mi abuela, ciertos sitios, algunas conversaciones, una ventana con orquídeas…
En Tenerife estaba la familia, esa abundancia que proporciona estar cerca de los que quieres, un clima estupendo, un paisaje nuevo, diverso, de una belleza única. Mi hijo se integró y se abrió paso como uno más y, en ese trasiego de sitios, mudanzas y desapegos, a veces creímos no haberlo hecho tan bien, pero nunca nos hemos arrepentido de huir de Cuba. Yo volví en el 2000 y francamente, aparte de los afectos, allí quedaba muy poquito mío.
En Tenerife encontré menos amigos, pero más oportunidades. Quizás porque me voy poniendo vieja y mucho más drástica, menos flexible en algunas cosas, lo que hace más difícil entrar en los espacios extraordinarios de la amistad con nuevas personas. Siempre he sido de pocos amigos, así que me va bien.
Tengo casi todo lo que quiero, el resto puedo inventarlo, porque tengo esa libertad, y doy gracias por ella, con la madurez se aprende que lo bueno de saber inventar es que aquieta, lo creado tiene un valor añadido en cuanto puede ser modificado sin que sea tan doloroso.
¿Qué cambió en tu literatura el hecho de tener que escribir fuera de la geografía donde te hiciste escritora?
Aunque desde que empecé a responder tus preguntas estoy diciendo que en mi caso la geografía tiene poca incidencia en la creación, he recordado ahora que Gumersido Pacheco y yo bromeábamos con aquello de que si Beethoven hubiera nacido en Cabaiguán no tendríamos la “Sinfonía No. 9”, puede que ni siquiera tuviéramos Beethoven.
Para empezar, veníamos de un espacio muy cerrado, de lecturas muy concretas. En Cuba los amigos trabajaban días con un texto tuyo, le dedicaban tiempo, te hacían sugerencias, le daban tanto que lo dejaban en cueros. Acá eso parecería una insolencia. Señalar algo, incluso, podría ser motivo de que te aparten. No es que una manera sea buena y otra mala, es sólo que son distintas.
Aunque escribo mucho, como siempre (confieso que con más sosiego), no me siento tentada a publicar todo lo que escribo, es más, cada día menos cosas de las que escribo me parece que tengan la calidad que merece un lector, sobre todo de poesía.
Pero escribir, escribo aquí de la misma forma que en cualquier otro sitio, como una desquiciada, mientras voy en el tranvía o limpio la casa, en pequeños trozos de papel que agarro de lo que sea, mientras hago mi trabajo, mientras como o hago la compra en el súper, al tiempo que vivo, no sé si podría escribir poesía si me siento delante del ordenador con la idea expresa de escribirla.
La narrativa, en cambio, es otra cosa, necesita otro reposo, colocar lo visceral en un rincón, informarse, amasar mucho la idea antes de extenderla, ponerle los ingredientes, escribirla. Luego, para mí la geografía, es sólo eso, un lugar. Lo que escribo, es otra cosa. Cuando alguien me dijo que yo era escritora, en concreto poeta, y que aquello que estaba escrito en unas hojas mías eran poemas, me reí mucho, y luego me asusté un poco.
Casi nunca pienso en que soy escritora, pero si lo pienso me vuelve a pasar lo mismo. La verdad es que vivir en Cabaiguán, o en Tenerife, cambia muy poco lo que escribo. Lo que cambia cuando sales de Cabaiguán (y de Cuba), es tu forma de ver el mundo, tus lecturas, tu experiencia vital, tus urgencias, y eso sí definitivamente tiene un impacto en lo que escribes.
¿Cuáles son las razones por las que sigues haciendo literatura en 2020?
Las mismas por las que escribía a los diez o doce años, en 1974 o 76: alivia. Alivia mucho cierto prurito mental, las ganas de salir corriendo y no parar hasta que se acaben el mundo o las fuerzas, alivia cuando por ahí cuentan sus muertos en pandemias y guerras, cuando algunos ponen las ideologías más rancias por encima de familia, amistad, humanidad, Dios…, cuando por ahí algunos tienen un hambre o una sed que sabes no puedes resolver. Y a veces también agota, pero compensa. Y todo eso, que más da si algo te lo proporciona a los 10 o a los 56 años.
Escribo porque no sé hacer otra cosa para sobrevivir. Si las razones fueran otras quizás no escribiría.
Cuando miras a Cabaiguán desde el otro lado de océano, ¿qué ves?, ¿podrías volver a él?, ¿le queda algún camino de regreso a Sonia Díaz Corrales?
Casi nunca miro a Cabaiguán desde aquí. A veces rememoro los vitrales de la iglesia o alguna noche en particular en que llovía, ese sonido cansino del agua cayendo en el patio, las estrellas del cielo que se veía desde el techo de mi casa, el viento en los árboles del Paseo o el Parque Martí, el silencio de la Biblioteca Municipal, la estación de trenes, el Puente de los buenos, que estaba antes de llegar al Cementerio, y era donde despedíamos a los muertos, la Colonia Española, el Club Campestre, donde fui a mis primeros bailes, los rostros de la gente que quería y quiero…
Pero los veo como fragmentos aislados de un sitio que ya no existe y no existiría igual si estuviera en Cabaiguán, porque hasta donde sé ninguno de estos sitios o personas son ya lo que eran. Del otro lado del océano es muy lejos, después de todo este tiempo es más lejos aún. Volver podría, pero, ¿a qué?, ¿a qué sitios?, ¿a qué personas?, ¿a qué vida que ya no es mía?
Hace dieciocho años que estoy en Tenerife, veinte que no voy a Cuba, puede que no vuelva nunca más, lo tengo asumido. Si fuera así, no hay amargura en ello. Hay tantos sitios cautivadores, preciosos, a los que no he ido, tanto verde por ahí esperándome, tanta comida y bebida apetecible o exótica, tanto libro, tanto cine, tanta exposición, tanta arquitectura, tanta música, tanta belleza… que no le encuentro sentido a volver a donde “no te quieren ni te necesitan”, a donde sabes que será difícil encontrar un camino, menos aún una meta para el regreso.
Y sobre los caminos del regreso creo algo importante, decía mi abuela, que era una sabia, que a veces “cuando llega el sombrero, ya no hay cabeza…”. Para no odiar ese sombrero que no llega, esa cabeza que se cansa de esperar, se necesita estar muy centrado en tu vida, en la certeza de que los caminos que has escogido sirvieron de algo, los del regreso, en mi caso, siempre llevan a sitios seguros, a mi familia, a la poesía, a los libros, a esos pocos amigos fieles y amados, a Dios, a mí misma, a mi provincia íntima en la que siempre soy bienvenida y encuentro paz.
Mi gratitud a Dios y a esos a los que regreso, es infinita. Sinceramente, no necesito nada más.