El tren que circulaba por el ramal Cumanayagua se pasaba todo el tiempo, como decían los ferroviarios, en el suelo. Estaba en tal mal estado aquel antiguo ramal, que aun a una velocidad muy reducida la locomotora acababa perdiendo los rieles y zozobrando en un mar de yerba de guinea y marabú.
Los domingos en la tarde, cuando me tocaba viajar en él hacia la escuela en el campo, cruzaba los dedos e imploraba que se descarrilara antes de llegar a Camarones. Nunca lo conseguí. Más puntual que nunca, hacía andén para llevarme hasta el punto donde el Escambray se encaja en el llano.
Hace dos años, Diana y yo volvíamos a Madrid después de pasarnos unos días con Elina y Renay en Calella de Palafrugell. Estábamos en la estación de Girona y por el audio local nos avisaron que nuestro tren había atropellado a una persona en Figueres. No podían calcular cuánto tardarían en levantar el cadáver.
A pesar de la tragedia y del exceso de información, sentí un raro entusiasmo. “¡Volvamos para Calella!”, le dije a Diana, después de recordar al tren de Cumanayagua y de mis ruegos para que no llegara en pie a Camarones. Casi la tenía convencida cuando nos trasbordaron al Marsella-Madrid.
Solo una vez he lamentado que el tren de Cumanayagua se descarrilara. Fue en el aeropuerto de La Habana en 2013, durante nuestra última visita a Cuba. Por el audio local anunciaron que todos los vuelos de Copa estaban cancelados. Ya tenía muchos deseos de volver a casa, o sea, a Santo Domingo.
Los domingos en la tarde, cuando llega la hora de irnos de la Loma de Thoreau, siempre pienso en el tren de Cumanayagua. Como todo depende de mí (soy el chofer) y el Jeep está en óptimas condiciones, cruzo los dedos e imploro que llegue una tormenta que no nos deje bajar. Aún no lo he conseguido.
Siempre todo se despeja a la hora de salir. Entonces llega el destartalado tren, más puntual que nunca, para llevarnos.
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