28 julio 2020

El llamado de lo salvaje

A María le he enseñado todo lo que he podido de la vida en el campo. Incluso en la ciudad, cuando vamos camino al colegio, jugamos a identificar árboles y aves. En la Loma ha aprendido a montear. Cuando bajamos a la cascada, ella siempre se va delante, disfruta abrirse camino y superar obstáculos sin mi ayuda.

También le he enseñado a no tenerle miedo a la oscuridad. “Perderse en los bosques es una experiencia tan sorprendente y memorable como valiosa”, dice Thoreau en Walden, donde asegura que a veces llegó a su casa dejando que sus pies lo guiaran, porque no podía ver nada.

Anoche vimos con María la nueva película de El llamado de lo salvaje. Ella conoce bien a la novela y al autor. De hecho, nuestros labradores se llaman Buck y Jack. Sé que le gustó mucho. La prueba es que se mantuvo una hora y cuarenta minutos (el tiempo que dura la película) sin mirar ni una sola vez la pantalla de su teléfono.

En la madrugada nos despertaron los ladridos de los perros. Cuando salí a ver qué pasaba, encontré que María se me había adelantado. Salió descalza (también le adiestré en eso) y ya sabía lo que pasaba. Los perros de un amigo se habían escapado y estaban peleando, a través de la cerca, con los nuestros.

Cuando volvíamos a la cabaña, María se agachó y pasó la mano por la hierba. “¡Esto es sangre!”, me dijo mostrándome sus dedos. En efecto, en su pelea a través de los alambres de púas, Buck se había hecho una pequeña cortadura. Entró después que yo, se quedó mirando a ver si los perros volvían.

Nada de eso se le enseñé yo, lo aprendió con Jack London.

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