Apenas unas horas después de haber aterrizado en Santo Domingo, en noviembre del 2000, comencé a laborar como editor en el periódico El Caribe. No me canso de darle las gracias a todos los que encontré en aquella redacción. Aunque sabían más de periodismo y de su país que yo, me ayudaron a disimular mi ignorancia y compartieron conmigo hasta sus platos de comida.
Gina López (editora de Sociales), con ese buen gusto que tiene hasta para respirar, me ayudó a quitarme el disfraz de cubano y me conminó a comprarme al menos una muda de ropa acorde a la época que vivíamos. Mabel Caballero (editora de Cultura), me obligó a deshacerme de ese atroz esquema mental que sacamos de Cuba con nosotros.
Fausto Rosario y Vianco Martínez (periodistas estrellas del equipo de investigación) prácticamente me adoptaron. Con una paciencia de fraile, Fausto me fue enseñando a interactuar con una sociedad tan diferente a la que yo había dejado atrás. Vianco me fue revelando, uno por uno, los secretos mejor guardados de la dominicanidad.
Por aquella época, Fausto tenía una casa en los campos de Pedro Brand, frente al lomerío de Sierra Prieta. Allá nos juntábamos los fines de semana. Desde el primer día, me hicieron sentir como uno de ellos. Todavía suena en mi cabeza la banda sonora de aquella época. Conservo intacto el recuerdo de muchos de aquellos sábados.
Hoy, Fausto nos hizo llegar esta foto a Vianco y a mí. “Tiempos felices, de sueños y amores”, nos dice. Los comprometí a repetirla, 19 años después, en la Loma de Thoreau. En cuanto termine la cuarentena haré que suban. “El pasado siempre está presente”, dijo Maurice Maeterlinck. También puede volver, agrego yo.
Aquí los espero con los mismos abrazos de siempre.
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