Mi padre le llamaba “emparrillar”. “Voy para Casilda a emparrillar”, soltaba en cuanto la tarde empezaba a irse de Manicaragua. Sobre todo en los días de frío. Serafín Venegas le ponía nombre a todo. Esa es la razón por la que a su pequeña casa la llamaba como el puerto de Trinidad, donde él solía ir a pescar.
Cuando era niño y me tocaba pasarme días de las vacaciones con él, tenía que adaptarme a sus horarios. Se acostaba poco después de las 6 de la tarde y a las cinco ya estaba en pie. “¡Vamos, que hay que aprovechar el día!”, me decía tirándome de los pies.
Salíamos todavía de noche, rumbo al lago Hanabanilla o a la casa de Daniel Peñate, un querido amigo suyo que tenía un enorme secadero y una despulpadora de café en Veguitas, Escambray arriba. Daniel era hermano de Leonardo, un mítico alzado cuya historia oí siempre entre murmullos.
Después de pasarnos el día entero pescando o monteando, volvíamos Manicaragua justo antes de que cayera el sol. Ahora, de viejo, por fin entiendo a mi padre. Cuando estoy en la Loma, me levanto cuando todavía es oscuro y al final de la tarde ya estoy exhausto.
Entonces, hago un pequeño recorrido con los perros y le digo a Diana que “voy para Casilda a emparrillar”. Siempre que entro en la habitación, afuera todavía se ve la luz del día. Leo algo o empiezo una película que nunca acabo, porque antes quedo rendido. A las cinco ya estoy en pie.
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