11 mayo 2020

Las ovejas de los Yero

(Fragmento de la novela Atlántida)

Toda familia tiene una oveja negra. La de la mía se llamó Emerildo Gómez Yero. Casi nadie recuerda su nombre en el Paradero de Camarones. Pero si mencionas a La Fija, todos abren los ojos y ponen una cara que nunca se sabe si es miedo o admiración. En la sala de la casa de Nila y Mongo Yero hay un retrato suyo.
Nila y Mongo son hermanos de mi bisabuelo Claudio. Viven juntos desde que enviudaron. Nila está sorda y Mongo ciego. Entre los dos se las arreglan para ver y oír el mundo que les rodea. La Fija fue un bandido. Donde ponía el ojo, ponía la bala. Por eso le llamaban así. Mataba una tojosa al vuelo con un revolver 22.
Era un asaltante de caminos, junto a Polo Vélez y Castellón. La guardia rural los persiguió por toda la provincia de Las Villas hasta que tuvieron que refugiarse en Camagüey. Allá los emboscaron. Una ráfaga de ametralladora alcanzó a La Fija en las piernas. Le dijo a sus amigos que huyeran, que él los cubría.
Mató a más de 30 guardias antes de que otra ráfaga le destrozara los brazos. La guardia rural se negó a entregar el cadáver. Nadie sabe dónde yace enterrado Emrelido Gómez Yero, ese muchacho con sombrero alón y bigotes de Pedro Infante que mira a los ojos al que entra en la casa de Nila y Mongo.
Toda familia tiene una oveja negra. La mía, además, tiene una oveja rosada. En la misma pared donde está la foto de La Fija, hay otra de un muchacho disfrazado de charro. Es Oscar Yero, el hijo de Mongo. Él nunca quiso disparar como los hombres de las películas mexicanas, prefería cantar como ellos.
Pero tuvo la mala suerte de ser desafinado y tener una voz horrible. Se presentó en la Corte  Suprema del Arte, en la emisora de Cruces, y le tocaron la campana en cuanto abrió la boca. Los hombres del pueblo fueron a esperarlo a la parada para lincharlo. Pero él se tiró con la guagua andando en la Loma del Chino Piloto. 
Entró al pueblo por el callejón de La Flora, con la ropa destrozada por las cercas de alambres de púas. Estuvo una semana sin levantarse de la cama. Cuando se repuso de la depresión, huyó para Cienfuegos. Volvió meses después, con el pelo pintado de rojo y un juego de barajas. 
Desde entonces les tira las cartas a las mujeres de mi familia. Mi abuelo siempre se niega a darle la mano y me tiene prohibido que le de un beso, como a mis otros tíos. Después que Atlántida le abre los ojos y pone una cara, que nunca se sabe si es de vergüenza o de amenaza, Aurelio por fin la da la mano. 
Inmediatamente después, llena la palangana y se lava bien con jabón de calabaza hasta los codos. Cuando Oscar nos visita, mi abuela se pone feliz y mi abuelo se enfurece. Se sienta a la mesa de mal humor y todo le cae mal. Por eso, después del postre y el café, hay que prepararle un vaso con agua, bicarbonato y limón.
Siempre que voy a buscar el pan con mi abuelo. Él pasa a saludar a Nila y Mongo. La casa es oscura y está llena de humo, porque ellos nunca apagan el fogón de leña. Mientras Aurelio sigue hasta el fondo para saludar a sus tíos, yo me quedo en la sala a mirar a La Fija.
Aún no había cumplido los 30 años cuando lo mataron. Hace una mueca, la típica mueca de los Yero cuando les piden que sonrían. Mira a la cámara como si apuntara a una tojosa. Muy cerca de él, está Oscar Yero disfrazado de charro y con una guitarra cruzada en la espalda. 
En una misma pared los Yero exhiben a sus dos ovejas, la negra y la rosada. Cuando ya nos vamos, Nila me pasa sus manos arrugadas y frías por la cara. Dice que tengo los mismos ojos de Emerildo. Mongo pregunta qué edad tengo y mi abuelo le dice que once. No menciona a su hijo Oscar.
Entonces busca mi cabeza con su mano temblorosa y llena de callos para saber cuánto he crecido. Nila pregunta en qué grado estoy, pero no logra oír la respuesta y después de mucho insistir se da por vencida. Siempre se despide de mi con un beso que huele a humo, como todo en la casa. 
Como si hubiera estado un largo rato debajo del agua, Aurelio toma una gran bocanada de aire siempre que salimos. Nila está sorda y Mongo ciego. Entre los dos se las arreglan para ver y oír el mundo que les rodea, encerrados con el humo del fogón de leña y dos retratos. 

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