20 octubre 2021

Un puente demasiado lejos


(Fragmento de la novela Atlántida)

Serafín vino a buscarme. De mis vacaciones, tengo que estar dos semanas con él. Aurelio me despidió dentro de la casa. Solo me pidió que tuviera mucho fundamento. Pero Atlántida fue conmigo hasta el Dodge, repitiéndome una y otra vez las cosas que no puedo hacer.

—No te bañes en lo hondo, ni en el lago Hanabanilla ni en el mar. Si tu papá lo hace, tú no lo hagas. No salgas sin camisa a una corriente de aire ni cojas sereno, recuerda que padeces de la garganta y no quiero pensar en que te de una fiebre de 40 por allá solo, sin uno…

—Va a estar conmigo —le dijo Serafín.

—Si vas al cine, tápate la boca con un pañuelo antes de salir. Si tu papá va a pescar submarino, que no te deje solo en el bote. Una vez dejó a tu mamá embarazada de ti y por poco se deshidrata vomitando. Si van a casa del amigo de él en el Escambray, no te vayas solo para los cafetales…

—Va a estar conmigo —le volvió a decir Serafín.

—Si tú papá se pone a beber con sus amigos y te brindan, no te hagas el hombrecito. Tú todavía eres un niño. No saques ni la cabeza ni los brazos por la ventanilla del carro, recuerda al hombre de San Agustín que se quedó manco. Si tu papá se pone a hacer murumacas en el trampolín del Hanabanilla, tú no lo hagas. A ti no te hace falta payasearle a nadie…

—¡Vámonos! —me dijo Serafín.

—En el maletín te puse el Yodotánico y el Hígado de Aceite de Bacalao. Recuerda las cucharadas por la mañana y antes de acostarte. También te llevas los toques yodados por si te duele la garganta. No dejes de hacer las inhalaciones. No te bañes en los aguaceros. No hagas los mismos disparates que tu padre…

Después de llevarse las manos a la cabeza y de darle una patada a una piedra, Serafín se subió al Dodge y retrocedió un largo trecho para alejarse lo antes posible. Atlántida me seguía diciendo cosas. Miré por el retrovisor, ahora era ella la que se había llevado las manos a la cabeza.

Cuando llegamos al final de la carreterita, nos cruzamos con Basilia. Serafín sacó la cabeza y le dijo algo que no entendí bien. Luego repitió eso de que él no sabía que en el Paradero de Camarones había mujeres tan lindas. Ella levantó la cabeza por un momento y pudimos ver que tenía los ojos hinchados de llorar.

—¿Qué le pasará a esa muchacha? —me preguntó Serafín.

—Recibió un telegrama de Arkansas —le respondí.

—¿Arkansas? —preguntó asombrado—. ¿Cómo puede llegar un telegrama desde Arkansas hasta el Paradero de Camarones?

Me encogí de hombros y saqué la cabeza por la ventanilla para ver al pueblo pasar a toda velocidad. Fue la primera vez que incumplí las promesas que le hice a Atlántida. Es algo que haría incontables veces en las próximas dos semanas. Serafín encendió el radio del Dodge.

Tomamos en dirección a Cruces, luego a Potrerillo, de ahí seguimos por la carretera de Cumanayagua y finalmente, después de pasar frente a la última estación de ferrocarril, un cartel anunció que estábamos a 28 kilómetros de Manicaragua. Todo ese tiempo, en la radio se escuchó música instrumental.

A la derecha de la carretera está el Escambray. Desde la ventana de la cocina de Atlántida lo que se ve es una larga sombra azul, pero a esta distancia las montañas ya son verdes. Llegamos a un puente de hierro y madera, el primero de muchos. Los tablones crujían al paso del Dodge.

—Cada vez que paso por este puente —me dijo Serafín—, siento que he llegado a casa.

Yo saqué la cabeza y me puse a mirar al hilo de agua que pasaba por abajo. A diferencia de mi padre, empezaba a sentir que me alejaba demasiado. Estábamos cruzando sobre los restos del río Hanabanilla, quedó así desde que lo represaron para hacer la hidroeléctrica más grande de Cuba.

En los próximos quince días me bañaría en lo hondo, saldría sin camisa a corrientes, cogería sereno, no me taparía la boca con un pañuelo al salir del cine, 

me quedaría solo en un bote y en cafetales, me quedaría sin poder respirar después de beberme un trago de ron, sacaría la cabeza y los brazos por la ventanilla del Dodge y trataría de hacer murumacas en el trampolín.

Esas cosas me mantendrían ocupado durante todo el día. Pero en cuanto oscurecía, pensaba en que estaba demasiado lejos y extrañaba el olor de las noches en la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones. Pensaba en Atlántida, en Aurelio, en Basilia y, no sé por qué, en Arkansas.

Los vecinos de mi padre vinieron a saludarme. Elda, Hermes y Dausy, Villo y Gulla, Juan Antonio y Leonor, Milton y Tamara, Roberto y Quecho, Guillermo y Juanita… Todos dijeron que había crecido mucho. Yo, en cambio, desde que pasamos el puente, había empezado a sentirme cada vez más pequeño.

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