El Nicho, el sitio del Escambray donde cursé la secundaria, más que una escuela parecía un campamento militar. Las aulas, los dormitorios y el comedor eran largos barracones de madera con el techo de asbesto. Al final de la primera nave de aulas estaba la biblioteca. Pasé largas horas encerrado en aquel lugar.
Desde sus amplias ventanas de cristal se veía un cafetal y luego las montañas. Aunque la escuela en general era fea, aquel lugar me fascinaba. Allí conocí a Raymond Douglas Bradbury, en una edición de El hombre ilustrado de 1967. Recuerdo el año, porque me resultó curioso que el libro tuviera la misma edad que yo.
Para empezar, busqué en el índice un cuento corto. Así fue que elegí “Caleidoscopio”. Aunque suelo emocionarme con facilidad con las lecturas, el cine o el teatro, aquel pequeño relato me conmovió de tal manera, que empecé a releerlo inmediatamente después de acabarlo.
La historia de aquellos astronautas que se vieron flotando en el espacio, tras la destrucción de su nave, y que se mantuvieron comunicándose por radio mientras caían hacia una muerte inevitable, me estuvo dando vueltas en la cabeza por semanas. A veces dejaba por mitad otro cuento del libro y volvía a juntarme con Barkley, Woode, Stone, Hollis, Stimson, Applegate y Lespere.
Más de una vez miré hacia el cielo polvoriento del municipio Cumanayagua como si fuera el de Illinois, tratando de encontrar la estrella fugaz que creyó ver el niño en el momento en que el cuerpo de Hollis ardió como una cerilla. En estos días he vuelto a leer El hombre ilustrado. Otra vez empecé por “Caleidoscopio”.
Si alguno de ustedes me sorprende mirando al cielo en Santo Domingo o en la Loma de Thoreau, ya sabe lo que busco.
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