Dormimos en la cubierta del barco. Nunca el cielo había tenido tantas estrellas. Serafín me enseñó a encontrar la Osa Mayor en aquel enjambre de luces titilantes. Luego, después de trazar una diagonal desde Merak, dimos con la estrella Polar. Al final me puso a buscar la doble ve de Casiopea.
Llegamos al puerto de Casilda en el Willys de Eulogio, un amigo de mi padre. Llevaba el parabrisas abatido sobre el motor y a cada rato se me metía un insecto en los ojos. Solo nos detuvimos para ver al lago Hanabanilla desde lo alto. En Topes de Collantes, después de atravesar una nube, comenzamos a descender hacia el mar.
Frente a nosotros, en el muelle que está del otro lado de la ensenada, una locomotora formaba un tren de combustible. En unas horas estaría vadeando las montañas del Escambray y pasando sobre los altísimos puentes del ramal Trinidad. A Serafín le molestó que estuviera pendiente de sus maniobras.
—Vas a navegar por primera vez en tu vida —me dijo—. ¡Olvídate por una vez de los trenes!
La tripulación estaba integrada por tres hombres. Blas, el capitán, es viejo y está todo lleno de arrugas. Pero tiene una fuerza descomunal, apretó mi mano como si estuviera exprimiendo una naranja. Le prometí que no me iba a marear y él me dijo que así hablaban los hombres.
Aunque Enrique es hijo de Blas, tiene tantas arrugas como su padre. También exprimió mi mano al saludarme. Octavio está casado con una hija del capitán. Salimos del puerto al mismo tiempo que el tren. Al pasar junto a una boya enorme, nos cruzamos con un barco idéntico al nuestro.
—¡Blaaaaas! —dijeron todos desde la otra cubierta.
—¡Santiagooooo! —dijeron todos desde la nuestra, incluyendo a mi padre.
En la popa de las embarcaciones ondeaban sendas banderas cubanas. Ambas estaban desteñidas y deshilachadas. Poco a poco la costa se fue borrando. Lo último en perderse de vista fue la enorme silueta de las montañas. La próxima semana la pasaría descalzo y sin pisar tierra firme.
Blas solo quitaba las manos del timón al final de la tarde, cuando fondeábamos cerca de un cayo o de algún barco hundido para dormir. Enrique, con la ayuda de mi padre, se encargaba de las nasas y los palangres. Octavio de la cocina y del cuarto frío donde se guardaba la pesca.
La tripulación dormía en el camarote de popa, mi padre y yo en el de proa. En el segundo día, Blas me dijo que al principio creía que yo iba a ser un peor marino. Serafín, después de poner cara de orgullo, me prometió que la siguiente jornada sería la más emocionante de todas.
Como estaba muy oscuro, no advertí que habíamos fondeado junto a un cayo. Se llama Macho Afuera. De ahí en adelante, me dijo Blas, solo veríamos mar. Pusimos proa al punto más oscuro, justo donde, cerca del mediodía, se armó una tormenta. Decenas de peces voladores parecían tener el mismo derrotero que nosotros.
Las olas eran cada vez más altas. Blas prácticamente se tuvo que abrazar al timón para poder mantener el rumbo. Octavio apagó el fogón y aseguró todo. Enrique y Serafín, en la proa, buscaban algo en el mar. “¡Allá!”, dijo por fin el hijo del capitán y mantuvo el brazo en alto hasta que su padre distinguió una boya roja.
El güinche empezó a tirar del cable al que estaba atada la marca. Un primer anzuelo salió vacío y todos dijeron una mala palabra. El segundo anzuelo tampoco traía nada y las malas palabras se repitieron. El tercero fue la vencida, un enorme tiburón quedó extendido sobre cubierta.
Aunque no se movía, me le acerqué lentamente. Su piel era como una gruesa lija. Mi padre gritó para que me quitara. Otro tiburón cayó justo a mi lado. Cuchillo en mano, Octavio los iba destripando y lanzando hacia el cuarto frío. El olor de aquella tarde se me quedó en las manos por días.
En la noche estaba tan cansado que me fui solo para el camarote. Dejé la puerta abierta para oír las voces de Blas, Enrique, Octavio y Serafín, quienes comían chicharrones de cerdo y bebían ron a pico de botella. El agua dejó de chocar contra el casco. Nada se movía, hasta el mar parecía estar exhausto.
De regreso, entramos al puerto bajo un torrencial aguacero. El muelle donde se forman los trenes de combustible había siete tanques sin la locomotora. Me pregunté si el tren aún no había llegado o ya se había marchado. Durante la maniobra de atraque, lancé uno de los cabos.
Me había pasado navegando libros enteros. Muchas de las palabras que le oí decir a Blas, Enrique, Octavio y Serafín ya me resultaban conocidas gracias al capitán Nemo, Pencroff, Sandokán o el Corsario Negro. Incluso la extraña calma de las noches en alta mar me resultaba familiar.
Pero los olores fueron totalmente nuevos para mí. Cada cosa que tocaba se me quedaba impregnada como una marca invisible. En el Willys de Eulogio, ya con los zapatos puestos y de regreso a Manicaragua, me olía las manos y todavía estaba allí la tarde de los tiburones.
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