19 octubre 2021

La casa de Daniel Peña


(Fragmento de la novela Atlántida)

Cuando Serafín me despertó todavía era de noche. Me dijo que me apurara, que la burra de Aguilera pasaba en quince minutos. La burra era un autobús en forma de huevo capaz de subir hasta Pico Blanco, el punto más intrincado de las montañas del Escambray. Sonaba como si estuviera a punto de desarmarse.

Todas las ventanillas estaban cerradas y varios hombres, con los ojos cerrados, como si aún durmieran, fumaban tabaco. Entre la oscuridad y el humo, comenzamos a subir por la carretera de Jibacoa. En la loma del Sijú mi padre me pidió que mirara hacia atrás para que viera, allá abajo, las luces de Manicaragua.

—Por ahí se fue un camión lleno de gente —me dijo mientras señalaba un precipicio que empezaba justo en el mismo borde de la carretera—, estuvieron sacando muertos un día entero.

Me puse de pie para ver hasta dónde llegaba, pero me fue imposible. Comenzó a aclarar en La Piedra, donde dos hileras de casas parecían estar sujetas de la carretera para no caer por los barrancos que hay a ambos lados. En La Herradura, unos policías detuvieron el autobús.

Uno de ellos entró y llegó hasta el final del pasillo. Todos los rostros le resultaron conocidos, porque fue saludando mientras avanzaba por la nube de humo. “¡Dale!”, dijo mientras se lanzaba del estribo. Muchos de los pasajeros miraron hacia atrás cuando el autobús volvió a moverse.

—Hace días que están así —comentó Aguilera.

—Anjá —respondió mi padre.

—¿Qué será lo que andan buscando?

—Recuerda que regresamos contigo a las cinco —le dijo mi padre a Aguilera al llegar a Veguitas.

—Sí, aquí voy a estar a las cinco —respondió Aguilera.

El silencio en aquel valle era tan grande, que oímos por un largo rato el ruido del motor que se alejaba. La casa de Daniel Peña está a unos cien metros de la carretera. Para llegar hasta ella, hay que pasar un viejo puente de madera que cruza sobre el río Jibacoa. Dimos ese río en clases y el maestro Gustavo dijo que se trataba de una curiosidad geográfica.

Le pregunté a mi padre si sabía que el Jibacoa no desembocaba en el mar, sino que se perdía en una caverna. Me dijo que sí con la cabeza. “Por culpa de eso —me explicó—, a veces, cuando llueve mucho, el sumidero se tupe y todo esto se inunda. Una vez hubo muchísimos ahogados”.

La voz de Daniel es como el ruido del motor de la burra, se queda sonando en el valle por un largo rato. El final de cada frase suya se alarga hasta que se vuelve a llevar el tabaco a la boca. Juanita, su mujer, salió del humo del fogón de leña a saludarnos. Me dijo que me estaba haciendo chicharritas de malanga. 

Eso solo lo he comido en casa de Daniel Peña. Juanita al parecer se dio cuenta de que me gustaron mucho, porque fue lo primero que mencionó. Daniel nos pidió que lo siguiéramos. Atravesamos los secaderos de café y fuimos hasta la despulpadora, que es un viejo caserón lleno de enormes máquinas. Delante de nosotros iban Sombra y Amarillo. 

—Los perros lo sintieron y me avisaron —dijo Daniel sin detenerse ni mirarnos.

Junto a la despulpadora hay un largo almacén de madera al que la luz solo puede entrar por la puerta. Al fondo, entre dos altísimas pilas de sacos de café, colgaba algo. Los perros trataron de adelantarse, pero Daniel les ordenó que se detuvieran. Se quedaron inmóviles, pero muy atentos a lo que pendía de una viga.

Era un venado enorme. Toqué su pelaje, no era tan suave como imaginaba. Tenía la barriga abierta y de su hocico salía todavía un hilo de sangre. Yin Peña, saludó a Serafín desde la puerta del almacén. Él vive del otro lado del río y, como su hermano, le dio un fuerte abrazo a mi padre.

—Oí el tiro anoche —dijo Yin—, pero pensé que era un perro jíbaro.

—Andaba por aquí hace días —comentó Daniel Peña mientras sacaba un cuchillo—. Estuvo por el maíz y acabó con los frijoles.

Yin le alcanzó una botella de ron a Serafín. De dos puñetazos en el fondo, logró que el corcho saliera. Los tres se la empinaron. Después de afilar bien el cuchillo en una piedra, Yin comenzó a despedazar al venado. Serafín y yo seguimos a Sombra y Amarillo, quienes a su vez seguían a Daniel.

Sin detenerse ni mirarnos, Daniel Peña le comentó a mi padre que otro de los hombres que vivían al final de Pinar del Río quería volver al Escambray. Serafín solo dijo “Anjá”. Eso es lo que les dice a sus amigos para no responderles algo delante de mí. Ambos se detuvieron y los perros los imitaron.

Un conejo, como el de Alicia, pasó corriendo entre nosotros. Me llamó la atención que los perros lo ignoraron. Pregunté de dónde había salido y Daniel me respondió que había muchos. Según él, lo tenían todo lleno de túneles, incluso debajo del secadero. 

“¡Válganme mis orejas y bigotes, qué tarde se me está haciendo!”, me dije a mí mismo frente a la madriguera del conejo. Juanita nos alcanzó con un plato lleno de chicharritas de malanga. Una espesa neblina fue borrando el paisaje. Empezó por el almacén, luego pasó a la despulpadora y por último cubrió los secaderos. 

La carne de venado sabe muy diferente a la de res. Mi padre y Yin coincidieron en que Juanita hace el mejor venado del Escambray y ella se alegró de que Daniel hubiera podido matar uno esa misma noche. Los tres hombres volvieron al secadero. Cada uno llevaba un jarrito de café en las manos.

—A mí hay que matarme para volver a sacarme de aquí —dijo Yin y respiró profundo, como si acabara de sacar la cabeza de una madriguera.

El ruido del motor de la burra empezó a escucharse, pero había tanta neblina que no la vimos hasta que estuvo delante de nosotros. Justo en el momento en que subíamos al estribo, Serafín me advirtió que no podía comentarle a nadie ni del venado, ni del hombre de Pinar del Río que quería volver.

Los policías volvieron a detener al autobús en La Herradura. Uno de ellos asomó la cabeza y preguntó si alguien llevaba café. Nadie respondió. Muchos siguieron fumando con los ojos cerrados, como si durmieran. El otro policía subió y llegó hasta el final del autobús revisando los bultos. “¡Dale!”, dijo finalmente.

Soñé con el accidente de la loma del Sijú, pero en lugar de personas sacaban venados muertos. Luego todo se empezó a inundar y el conejo, desesperado, trataba de escapar. Sombra y Amarillo corrían tras él. No lo perseguían, también intentaban salvarse. 

“¡Válganme mis orejas y bigotes, qué tarde se me está haciendo!”, se le oía gritar. Su voz se quedó sonando en la oscuridad por un largo rato.

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