13 octubre 2021

El juego decisivo

Pedro José Rodríguez, Antonio Muñoz y Héctor Olivera.
(Fotos del archivo de Fernando Rodríguez Álvarez)

(Fragmento de la novela Atlántida)

Estuve todo el día esperando el momento. Cada pelota que lancé hacia arriba en el andén, me la imaginé en la pantalla en blanco y negro del televisor, mientras Sixto Hernández la perseguía por todo el right field. Comimos muy temprano y nos sentamos en silencio frente al aparato aún apagado.

Esa noche se decidía el campeonato y el juego se celebró en un terreno neutral. Como Las Villas y Pinar del Río llegaron empatados al final del calendario regular, con 35 victorias y 25 derrotas, hubo que celebrar una serie extra. Después de un partido en Santa Clara, otro en Cienfuegos y dos en Pinar del Río, acabaron empatados otra vez.

Me senté entre Aurelio y Atlántida. El estadio de La Habana siempre me impresiona. Las cercas de los jardines se ven tan lejanas que parecen inalcanzables. El pitcher de Pinar del Río era Rogelio García. Su bola de tenedor lo había convertido en el lanzador más dominante de Cuba.

En el primer juego, que fue en Santa Clara, los bateadores de Las Villas explotaron Félix Pino. Cheíto dio dos jonrones y Roberto Ramos fue el ganador. En el segundo juego, en Cienfuegos, Rogelio García solo permitió dos hits. Luis Giraldo Casanova y Alfonso Urquiola decidieron con sendos jonrones.

En el tercer juego, el zurdo Leonel García, respaldado por jonrones de Héctor Olivera y Albertico Martínez, nos devolvió las esperanzas. Al final anotamos cinco carreras. Pero en el cuarto juego, Félix Pino de abridor, Rogelio García de relevo y un jonrón de Hiram Fuentes obligaron a celebrar un quinto juego.

Así fue que llegamos hasta el jueves 25 de mayo de 1978. En el estadio de La Habana no cabía ni una persona más y en la sala de la casa de vivienda de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones había tres personas que no se atrevían a moverse. 

Atlántida tenía mi mano izquierda entre las suyas, Aurelio daba palmadas en mi mano derecha. El narrador anunció el line up de Las Villas: Pedro Jova en el shortstop, Sixto Hernández en el right field, Antonio Muñoz en primera, Pedro José Rodríguez en tercera, Héctor Olivera como designado, Osvaldo Oliva en el left field, Luis Jova en el center field, Alberto Martínez como cátcher y Adolfo Borrell en segunda. El pitcher sería Leonel García.

Luego fue el turno de Pinar del Río: Giraldo Iglesias como designado, Fernando Hernández en el left field, Alfonso Urquiola en segunda, Luis Giraldo Casanova en el right field, Hiran Fuentes en el shortstop, Juan Castro como cátcher, Lázaro Cabrera en primera, David Sánchez en el center field y Diego Mena en tercera. El temible Rogelio García sería otra vez el pitcher.

Cuando mencionaron a Antonio Muñoz, el Gigante del Escambray, Atlántida aplaudió. Justo después, cuando la cámara enfocó a Cheíto y presentaron a Pedro José Rodríguez, el Señor Jonrón, Aurelio y yo chocamos las manos. Hicimos lo mismo poco después, cuando Sixto Hernández dio un jonrón de línea.

En el segundo inning, Héctor Olivera también la botó mientras nosotros aplaudíamos y repetíamos que “¡Muñoz, Cheíto y Olivera la botan por donde quiera!”. Pero la ventaja duró muy poco. En la parte baja de ese mismo inning, Lázaro Cabrera dio un jonrón con un Hiram Fuentes en base y empató el juego. 

Atlántida le pegó durísimo al brazo del sillón. Ese golpe le debió doler mucho, pero se puso a toser para disimular. Aurelio y yo nos miramos, abrimos los ojos y levantamos las cejas. Pero no dijimos nada, ambos conocemos muy bien el mal humor de mi abuela. El partido se mantuvo dos a dos hasta el noveno inning. 

En el sexto inning, Servando Medina salió de relevo por Las Villas. En la parte alta del noveno, cuando Muñoz falló, Aurelio volvió a dar palmadas sobre mi mano derecha. En el momento en que anunciaban el turno al bate de Pedro José Rodríguez, mi abuelo cruzó los dedos. Hice lo mismo. 

Con el swing los tres nos pusimos de pie y nos quedamos inmóviles hasta que la pelota voló por encima de la cerca. Atlántida me puso la mano en pecho y decía que se me iba a salir el corazón. Estuvimos aplaudiendo mientras Cheíto le daba la vuelta al cuadro y saludaba a sus compañeros. 

En el final del noveno inning, Pinar del Río embasó a un hombre. Roberto Ramos relevó a Servando Medina. El propio Cheíto fildeó el roletazo. Tiró a segunda, un out. Adolfo Borrell le tiró a Muñoz y… ¡doble play! Esta vez yo mismo me puse la mano en el pecho para comprobar que mi corazón seguía en su lugar.

“¡Las Villas campeón!”, gritábamos Atlántida, Aurelio y yo, mientras saltábamos y nos abrazábamos en medio de la sala. Una algarabía parecida salía de las otras casas. “¡Las Villas campeón!”, gritaban de un lado y del otro de la carretera. En el patio de Benigno se oyeron varios tiros al aire.

—¿Ya te dormiste? —me preguntó Atlántida desde su cama.

—No, no puedo —le respondí.

—Nosotros tampoco —dijo Aurelio—. Ese de Cheíto será siempre uno de los momentos má emocionantes de tu vida.

—¡Shhhhh! —dijo Atlántida mientras apagaba la última luz.

Desde esa noche, cruzo los dedos cada vez que estoy en una situación difícil. La próxima fue a la mañana siguiente, cuando el maestro Gustavo estaba a punto de poner sobre mi mesa un examen de matemáticas. Apenas había estudiado, me pasé días enteros dedicado únicamente a pensar en el juego decisivo.


Secuencia del jonrón decisivo de Cheíto.

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