La última vez que fui al Paradero de Camarones encontré, como siempre, un candado en la puerta de mi casa. Pero, por primera vez, no tenía la llave para abrirlo. A pesar de que hacía 10 años que me había ido, todo me seguía pareciendo extremadamente familiar.
El olor del mediodía, los sonidos que llegaban desde el pueblo, incluso las voces tenían la misma entonación y el mismo eco. La mayoría de los árboles estaban aún en su sitio. Solo faltaban la vieja mata de aguacates, que acabó sucumbiendo ante un ciclón, y el limonero que Atlántida cuidó siempre con tanto celo.
Como no había nadie, fue la sombra del algarrobo quien vino a saludarme. Mi abuelo lo sembró en los años sesenta con la idea de que sus vacas tuvieran un lugar fresco donde echarse. Ahora es, junto a la ceiba de Felo López, el árbol más grande del lugar. Aurelio estuviera orgulloso de su gigante.
Cuando ya nos íbamos, llegó Masacote Pis (fue un gran pitcher, estuvo a punto de ser firmado por un equipo de Grandes Ligas, pero el triunfo de la revolución lo forzó a jugar en ese extra inning interminable que acabó siendo la Cuba que le tocó vivir). “Tengo la llave, ¿quieres entrar?”, me preguntó con los ojos llorosos.
Primero miré a Diana buscando apoyo. Luego clavé los ojos en el candado. Si dejaba que Masacote lo abriera, iba a descubrir que nada estaba en su lugar. Si pasaba por esa puerta, iba a tener una idea exacta de cómo acabó todo. Nunca me acerco a los féretros, prefiero recordar a la gente que quiero en vida.
Lo mismo hice con mi casa. Cuando nos alejábamos del Paradero de Camarones, las lágrimas me nublaron los ojos. Cada vez se me hacía muy difícil manejar. Entonces Diana me limpió la cara y me empezó a hablar de Santo Domingo. Enumeró todos los pendientes que tendríamos que resolver al llegar.
Ya en el hotel, después de alcanzarme un trago, por fin me habló del tema. “Hiciste bien en no entrar”, me dijo antes de darme un beso.
1 comentario:
Y con este relato empezará el próximo libro.Mejor imposible.
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