30 julio 2024

Evocaciones de Atlántida (III). Roberto Yero

Dos de las cuatro esquinas del Paradero de Camarones. A la izquierda,
parte del portal de la escuela y la casa de Caín y América. A la derecha,
el bar Arelita y el portal de la casa de Roberto Yero.

Julio Romero sigue evocando, tras la lectura de Atlántida, la vida que compartió con los personajes de la novela. Esta vez recuerda a mi tío Roberto Yero, quien siempre me trató con extrema rectitud y mucho cariño. La única vez que vi a mi abuelo Aurelio Yero llorar sin consuelo, fue en el momento en que supo que su hermano había muerto. Tenían una extraña manera de saludarse: primero se daban un beso, luego se abrazaban y al final se daban otro beso. Heredé de él dos pares de zapatos que Arelis le había traído de Japón. Me quedaban apretados, pero soporté dolores indecibles con tal de lucirlos.
Le he dicho a Julito el médico que estas evocaciones son el punto de partida de un hermoso libro: sus recuerdos del Paradero de Camarones. Cada uno de estos textos tienen un gran valor documental y su rigurosa vocación antropológica permiten reconstruir una sociedad que se extinguió y un pueblo que acabó desvaneciéndose con la desaparición de sus ancianos. Me encantaría ser su editor y verlo publicado en Libros del Fogonero.


Por Julio Romero

Cuando su esposa Helemenia lo sacó de quicio en uno de los capítulos de Atlántida, Roberto Yero le mentó la madre a Leonid Brézhnev. Lo creo a pie juntillas, porque él odiaba todo lo que oliera a comunismo. Había sido uno de los “siquitrillados”. El gobierno le intervino su bar Arelita, fruto de los esfuerzos de toda una vida. 
Ese era el sitio predilecto de la mayoría de los hombres del Paradero de Camarones. Le llamaban “La Esquina”. Allí, además del bar, había un banco y un frondoso laurel. La sombra del árbol cobijaba a los que se reunían a beber, hacer tertulias, discutir de pelota o, con estoica paciencia, esperar las guaguas de San Fernando, Cruces, Lajas y Santa Clara.
Roberto Yero era una persona seria, amistosa y cabal. Muy amigo de mi suegro Mario López y de mi padre, Machín Romero. Recuerdo que Mario puso un foco grande, que alumbraba toda la acera, y allí plantó una mesa de dominó que atraía, como polillas, a los jugadores. 
Le puso un cristal para que las fichas corrieran bien y me pidió que le hiciera un cartel para ponérselo debajo que decía: “Chivo que rompe tambor, con su pellejo paga”. Esto, claro está, era una advertencia para los exaltados que le gustaba golpear el tablero con las fichas a la vez que gritaban: “¡Me pegué!”
Roberto acudía todas las noches y era un jugador excepcional. Muchas veces jugué con él de pareja. Me decía que en el dominó no se hablaba y mucho menos se hacían señas, se calculaba. Tenía dos grandes virtudes: siempre se viraba con la doble blanca o el blanco uno y era capaz de contar, con un golpe de vista, el montón de fichas de los perdedores. 
¡Qué habilidad! Decía “tanto” y eso era. Podías contarlas, que nunca se equivocaba. Los sábados yo regresaba del hospital de Cienfuegos en el tren del mediodía. Muchas veces lo encontraba sentado en el borde de su alto portal. “Médico, ven, quiero que pruebes algo”, me dijo una vez. Entramos a su casa y me sirvió medio vaso de un líquido ambarino.
“Esto es añejo Havana Club, Roberto”, le dije, después del primer sorbo. Se sonrió y sacó de una alacena un pomo de boca ancha en el que nadaban unos trozos de madera oscura. “Esto es alcoholite —me dijo—. Le eché estos palitos que me trajo Arelys de la fábrica de Havana Club. Son de los barriles donde los añejan”. Me regaló unos cuantos, pero nunca los llegué a usar porque se extraviaron durante la mudada que hicimos mi mujer y yo para un apartamento en Cienfuegos.
Otro sábado al mediodía, Roberto me estaba esperando. Ni siquiera pasamos del portal, porque no quería que Helemenia lo oyera. “Médico, hoy no pude ordeñar las vacas porque me entró una falta de aire muy grande. No sé cómo logré regresar a la casa”. Allí mismo lo ausculté y me di cuenta enseguida de que “no respiraba” del pulmón derecho. 
“Roberto, vamos conmigo mañana al hospital para sacarte una placa”, le pedí. Al otro día, por la radiografía, pude comprobar un enorme derrame pleural derecho que se extendía ocultando todo ese pulmón. Le extraje tres litros de un líquido teñido en sangre. Al analizarlo, comprobé que estaba repleto de células cancerosas.
Aunque le infiltramos citostáticos en la cavidad pleural, el mal era incurable y galopante. Regresó a su casa respirando de un tanque de oxígeno. Casi un mes después, a las nueve de la noche, mientras despachábamos un dominó silencioso, llegó alguien con la noticia. Roberto acababa de fallecer. Nos dirigimos hacia su casa Mario, Felo el Mulo, Arnaldo y yo. 
Fuimos a despedir a un gran amigo y a un compañero inolvidable del juego ciencia preferido de los cubanos. Todo un maestro.

27 julio 2024

Evocaciones de Atlántida (II): Bertilo

Mi maestra Estrella, viuda de Bertilo y madre de Gabi, uno
de mis amigos más queridos en el Paradero de Camarones.

Julio Romero me ha hecho llegar una segunda evocación, como resultado de su lectura de 
Atlántida. Estos textos suyos pueden leerse como nuevas escenas de la novela, porque enriquecen y complementan hechos que se relatan en ella. Julito fue el médico de mi abuelo Aurelio, él le diagnosticó el cáncer y lo atendió hasta su muerte, que ocurrió en 1987, nueve años después de la fecha en que ocurre el capítulo final de mi libro.


Por Julio Romero

En la novela Atlántida se deja fiel constancia del hecho: La sirena de la ambulancia dejó un horrible silencio en el pueblo. Bertilo era una persona muy querida por todos. Se había criado con Julio Brito, el abuelo de mi esposa, por lo que era de la familia. Además de padrino de mi boda, fue mi amigo.
Tenía la fortaleza de un mulo. Dando pico y pala no había quien pegara con él. Su sonrisa era contagiosa y quedó reflejada genéticamente en su hijo Gabi, cuya faz siempre nos hacía recordar a su padre.
Era muy servicial con todos, pero tenía el defecto, ¿y quién no lo tiene?: cuando iba al bar y allí estaba Cundunga, salían enredados a los piñazos. Nunca pude saber a qué se debía su feroz enemistad.
Me ayudó a cavar los cimientos de mi casa y luego a construirla. Como quedaba frente a la suya, me ofreció el agua de su pozo. Compré una turbina, pero secaba el caudal en diez minutos. Había que darle más profundidad al pozo.
Aquello constituyó un nuevo espectáculo para las tardes del Paradero de Camarones. Alrededor del pozo de Bertilo nos reuníamos, ron mediante, él, mi suegro y yo. Atraídos como moscas, venían nuestras amistades y entre todos le dábamos a la manigueta que elevaba y dejaba caer la barreta. El que centraba la barreta era Marino Pérez, el pocero del pueblo. 
Una tarde, la barreta se quedó empotrada en la piedra azul del fondo. No había manera de destrabarla. Bertilo empuñó un leño que tenía en el patio y lo disparó hacia la barreta, justo en el momento en que Marino ponía su mano sobre ella. El alarido se escuchó en Cruces. Lo llevamos al hospital en el taxi de Granados. Tenía tres huesos fracturados. Ahí acabó la aventura del pozo.
Un domingo estaba adormilado en la canícula del mediodía, cuando vinieron a buscarme Bertilo y Machín, mi padre. Melesio nos invitaba a su cumpleaños. El Mele había matado un puerco y nos agasajó con masas, chicharrones, cervezas y ron. Cuando aquello yo tomaba poco y me retiré temprano. Ya casi de noche los oí pasar por mi casa, iban bastante pasados de tragos.
Al otro día fue la tragedia. Como a las diez de la mañana escuchamos la sirena de la ambulancia y, cinco minutos después, Benigno, tío de mi mujer, vino a buscarme muy alterado. “¡Vamos conmigo, Julio! —me dijo—. ¡Bertilo se cayó de lo alto del basculador y lo mandaron para Santa Clara!”.
Seguimos a la ambulancia en un carro de alquiler. Cuando llegamos al hospital ya lo había examinado Pancho Traqueostomía, un neurocirujano que siempre tenía un tabaco en la boca, me dijo que iban a llevarlo al salón, pero con muy pocas esperanzas. "Le cabe un puño cerrado por la región occipital", me advirtió.
Tenía la fortaleza de un mulo, duró una semana acoplado a un ventilador Mark VIII. Fue una pérdida irreparable que entristeció el habitual bullicio del Paradero de Camarones. Por un tiempo permaneció el horrible silencio que dejó la ambulancia.

26 julio 2024

Pago aquí mi deuda con Iván Ortega


A finales de los años 80 del siglo pasado yo era un intolerante recién graduado de la Escuela de Arte. Mis años de estudio, por influencias y por convicciones, me había radicalizado. Ejercía mis gustos y mis posiciones estéticas con intransigencia y fundamentalismo. 
Recuerdo una tarde de lluvia en que Alexis Díaz de Villegas y yo nos refugiamos en la Biblioteca Nacional a oír música (un reproductor propio de casetes era impensable en aquella Cuba). Ambos, sentados codo con codo frente a los tocadiscos, entregamos sendas fichas de Rachmaninov.
—¡Chaikovski es el Alfredito Rodríguez de la música clásica! —protestó Alexis cuando la bibliotecaria confundió nuestro pedido.
Cada vez que volvía al Paradero de Camarones, intentaba por todos los medios mantenerme dentro de mi burbuja. Recuerdo someter a mis amigos a extensas audiciones de rock argentino. Hasta una tarde en que Gabi se hartó de mis imposiciones: “¡Camilito, ni una más de Fito Páez!”.
Todos los fines de semana mi pueblo se daba cita en un pequeño parque al que llamaban La Cervecera. Ese reducido espacio era amenizado por Iván Ortega, el hijo de Magnolia la maestra, quien cargaba desde su casa con cuatro bocinas. Allí complacía peticiones y mantenía a todos despiertos hasta después de las doce.
Lo que escuché en aquellas noches, como un eco, involuntariamente, me ha servido para tener una profusa cultura de la música popular de esos años. No olvido una madrugada (en San Miguel Regla, Hidalgo) en que sonó una canción de Juan Gabriel y descubrí que me la sabía de principio a fin.
En aquella época, Iván era el único animador cultural que tenía el pueblo. También lo fue conmigo y por eso pago aquí mi deuda con él, reconociéndolo. Gracias a su constancia, en un pueblo que parecía estar a punto de morir cada vez que caía la noche, ahora tengo una memoria emotiva de la que sentirme orgulloso.
Sólo Diana Sarlabous sabe que ciertos viernes, cuando la tarde está a punto de caer sobre la Loma de Thoreau, pongo a Juan Gabriel.

25 julio 2024

Evocaciones de Atlántida (I): Meneses

En mi última visita al Paradero de Camarones, en septiembre
de 2011, junto a dos personajes de Atlántida: Adalio Pis (d)
y Machín Romero (i), el padre de Julito el médico.

Julio Romero era nuestro doctor Schweitzer. De la misma manera que en las aldeas de África aguardaban por la llegada del misionero alemán, el Paradero de Camarones esperaba por Julito el médico para aliviar todo tipo de males. En mi pueblo sólo confiaban en sus diagnósticos y sus tratamientos eran seguidos al pie de la letra.
Desde el panóptico de Atlántida (la ventana del comedor), lo veía llegar en su Moskvitch (su hermana Lola estaba casada con Persi, el único hijo de Felo López, el farolero). “¡Ahí está Julito!”, decía mi abuelo con admiración. “¡Ahí está Julito!”, repetía mi abuela abriendo los brazos, como si se refiriera a un santo.
Cuando acabó mi novela, Julio me escribió para decirme que se había quedado con ganas de seguir leyendo. Esta Evocación… es producto de esa frustración suya. Le agradezco profundamente que me la hiciera llegar y que me permitiera compartirla en El Fogonero.
En una excelente entrevista que Elena Llovet le hizo recientemente a Antonio José Ponte, el autor de La fiesta vigilada (2oo7) asegura que se debe escribir para merecer ser releído. Creo que inspirar al lector a escribir, cuenta como una relectura.
C.V.


EVOCACIONES DE ATLÁNTIDA (I): MENESES

Por Julio Romero

Al leer la exclamación de Atlántida “¡qué hombrecito tan malo!”, acudieron a mí esos días de mi niñez en que ayudaba a mi padre a luchar con la vida. Durante la zafra y la etapa de reparaciones del central, él tenía trabajo y nos iba bien. Vivíamos felices dentro de lo humilde. 
Pero en el “tiempo muerto” Machín, mi padre, tenía que inventarla. Pintor de brocha gorda, pescador de guabinos, biajacas y camarones en los ríos, cada domingo hacía unas exquisitas empanadas de carne que yo llevaba a vender a la valla de gallos, donde me las compraban en un santiamén. 
Me acuerdo del Mudo, un gallero fanático de Cruces que siempre se comía cinco. Una empanada costaba una peseta (veinte centavos) y vendíamos unas cincuenta. Ese dinero nos salvaba la semana y pagaba los pasajes y la merienda para mi asistencia a la escuela secundaria de Palmira.
Pero aquella tarde de domingo una sombra perversa se interpuso en mi camino. No más llegar a la puerta de la valla, allí estaba, bloqueándola, un hombre alto, vestido con un uniforme verde guarapo y una cartuchera de cuero con revólver, a la derecha de su cintura. 
Me quedé congelado ante la vista de aquel personaje que nunca vi sonreír. Era Meneses, la autoridad del pueblo. Me miró de arriba abajo.
—¿Quién le dijo a usted que podía vender eso aquí?
—Mi padre —respondí.
—¡Déme eso acá! —exclamó mientras me quitaba la caja de empanadas—. ¡Dígale a su padre que, si las quiere, que venga a buscarlas!
Quiso hacerme un mal, pero el tiro le salió por la culata. Cuando el Mudo se enteró de que no podía degustar su merienda favorita, fue a comprarlas a nuestra casa que distaba sólo una cuadra de la valla. Aunque no hablaba, por señas “corrió la voz” y todos los galleros fueron a nuestro portal por empanadas.
Al final, no hay mal que por bien no venga. Pero, como decía Atlántida: “¡Qué hombrecito, qué hombrecito!”.

El año en que la guerra pasó por el Paradero de Camarones


El mayor obstáculo que encontraron Máximo Gómez y Antonio Maceo al llegar a Las Villas fueron los trenes. El territorio ya en ese entonces tenía una formidable red ferroviaria que conectaba a la mayoría de los ingenios y a los principales poblados, permitiéndole al ejército español movilizar a las tropas con rapidez.
En 1895, pese de la guerra, el Ferrocarril de Cienfuegos & Santa Clara garantizaba un eficiente servicio. Trenes de pasajeros, de carga y mixtos se encargaban de mantener comunicada a la provincia de costa a costa, asegurándose de llevar a los puertos la producción de azúcares y miel de los ingenios.
En su libro Crónica de la guerra de Cuba (Barcelona, 1896), Rafael Guerrero recoge el ataque a un tren mixto entre las estaciones del Paradero de Camarones y Hormiguero. A toda velocidad, el tren logró escapar de “una lluvia de balas” y llegar a salvo a Palmira.
Frustrados, los insurrectos se fueron al ingenio Hormiguero y le ordenaron al maquinista de una de sus locomotoras de vía estrecha que les entregara “una mandarria y varias herramientas”. Quitaron un carril y le abrieron la válvula a la máquina para que se descarrillara, la cual se volcó y fue destruida.
Luego volvieron a la línea principal y retiraron los carriles y los travesaños de un largo tramo. Al llegar a la estación un tren de viajeros procedente de Cienfuegos, pidió auxilio por el telégrafo. Desde el Paradero de Camarones acudió una locomotora con tropas y desde Cruces un tren con los reparadores.
Tres horas después se restableció la circulación y el tren continuó su viaje hacia Sagua la Grande. Meses después, el 15 de diciembre, esas mismas locomotoras avisarían al mundo de la batalla de Mal Tiempo. Otro cronista de la Guerra de Independencia, José Miró Argenter, las describe pitando sin cesar en todas direcciones.
Esa tarde fue la última vez que la historia pasó por el Paradero de Camarones. Nunca más se ha bajado allí, tampoco la han visto seguir de largo.

24 julio 2024

El día que el Paradero de Camarones lloró a Isabel Pantoja


Mi tío Oscar Yero se anunciaba antes de cruzar las líneas. Todavía en el patio de Mercedita le gritaba a mi abuela. Su manera de vocear “¡Atlántida!” era inconfundible. Parecía estar acompañada de música y de eco. Eso incomodaba a mi abuelo Aurelio. No soportaba tener un primo que se pintara el pelo de rojo.
Aquella tarde llegó con un ataque de nervios. Lázaro García, un muchacho que él había criado y que acabó convirtiéndose en trovador, estaba preso en Bolivia junto a otros dos cubanos y la española Isabel Pantoja. “Dicen que los van a fusilar”, musitó antes de caer devastado. “¿Qué hace la mujer de un torero con esos pelúos?”, se preguntó mi tío Rao.
Lela, la hermana de Oscar, no sabía qué decir. No encontraba la forma de explicarse cómo una tonadillera tan grande había acabado uniéndose a unos “cantantes de protestas”. Así resumía mi tía, que nos traía buñuelos cada vez que nos visitaba, al Movimiento de la Nueva Trova.
Edelmira, América y Mercedes Cabrera se preguntaban lo mismo y, cada vez que me tocó oírlas, cuando iba a buscar el pan con mi abuela, se lamentaban que una muchacha tan linda “se mezclara con esa chusma”. Como los medios cubanos no se hicieron eco del hecho, siempre creí en lo narrado por mi tío Oscar.
Ya mayor, de regreso a Cienfuegos para cumplir con el servicio social que exigían entonces, le pedí a Lázaro García que me aclarara todo. En realidad los involucrados habían sido él, Vicente Feliú, Augusto Blanca y Sareska Pantoja, hija de Olo Pantoja, uno de los guerrileros que cayó con el Che Guevara en Bolivia.
Entonces ya mi abuela tenía Alzheimer, Edelmira y América habían muerto y Mercedes Cabrera andaba sin memoria. “Camilito —me dijo muy seria—, no me acuerdo”. Como no tuve a quién más hacerle la aclaración, lo hago ahora. No, no era la viuda del torero quien andaba con esos pelúos.

El reloj de la Cuban Central


El reloj de la Cuban Central todavía anda,
sus agujas aún caminan
por las difíciles horas
que nadie más se atreve a pisar.
En las habitaciones contiguas,
del otro lado de las gruesas paredes,
se escucha el gran esfuerzo que hace
para subir la cuesta del mediodía.
Luego baja, cauteloso, sin prisa,
hasta los minutos finales de la tarde.
Puntual, inglés tenía que ser,
se alista para el insomnio
de la siempre extensa madrugada.
Entre las manchas de humedad
y la madera descascarada,
hace que su péndulo oscile
de un extremo al otro del verano.
Todo aquí ya se ha detenido,
hace mucho que no pasan trenes
y los pocos molinos que quedan
le hacen caso omiso al viento.
Incluso las pocas bestias
que algunos mantienen
escondidas en los patios,
obedecen,
mansas,
cada orden de detención.
Nada se mueve
en ninguno de estos territorios
que ya no coinciden con los mapas.
Sólo el reloj de la Cuban Central
todavía anda.
Su mecanismo, preciso,
impertérrito,
sigue fiel a la costumbre.
Entre las manchas de humedad
y la madera descascarada,
sus agujas aún caminan por las horas
que nadie más se atreve a pisar.
Disciplinado,
atento,
espera el día
en que cada cosa se ponga en marcha.
Nadie dude que, llegado el momento,
estará listo
para para darnos la hora exacta
y empezar a subir la cuesta del mediodía.

23 julio 2024

98 años


Me enseñó los nudos marineros y a pescar con anzuelo. También a martillar y serruchar. A usar el berbiquí y a sacar tarugos de pedazos de palo. A enrollar una manguera sin torcerla y a desenredar una cabuya. A limpiar pescado y a desarmar un cerdo en piezas. A manejar y a cambiarle una goma a un carro.
Con él también aprendí a guataquear y chapear. A sembrar y a cosechar. Cuando lo decepcionaba en algo se ponía de muy mal humor. Como el día en que me pidió que me tirara de cabeza desde el recién estrenado trampolín del hotel Hanabanilla. Cuando le dije, temeroso, que ahí yo no daba pie, enfureció.
Me pidió que lo siguiera hasta el muelle del hotel y que saltara a uno de los botes que allí alquilaban. Remó hasta el mismo centro del lago. Me agarró con una mano por el fondillo del short, me levantó en peso (entonces yo tenía unos siete años) y me lanzó hacia el agua. “¡Ahora sí que no das pie!”, gritó. 
Al día siguiente, un grupo de turistas húngaros que habían pernoctado en el hotel durante su Vuelta a Cuba, celebraron todo lo que yo era capaz de hacer en el trampolín. Él, orgulloso, pidió otro doble de Decano, un ron refino que se bebía sin hielo y de un golpe. 
A mi Jeep lo he bautizado con su nombre y todavía, cuando conduzco, sigo sus consejos al pie de la letra. A pesar de que era muy precavido, nunca he conocido a nadie que disfrutara más sentirse en peligro. Siempre que iba a La Habana a visitarme, me hacía quitarle los frenos a mi bicicleta china.
Mientras rodábamos loma abajo por Puentes Grandes, yo a los pedales y él en la parrilla, abría los brazos. “¡Adiós, Lolita de mi vida!”, gritaba eufórico. A él le debo los pies planos, una columna vertebral de vidrio y la pasión por las montañas. Hoy se cumplen 98 años de que llegó al mundo Serafín Venegas Nodal.

20 julio 2024

La muerte de un coloso


Ese pino occidentalis que se ve en el centro de la imagen era uno de los más viejos de la Loma de Thoreau. En 2017, cuando empezamos a construir la primera cabaña, nos recomendaron talarlo. Ya daba signos de estar muriendo y luego, nos advirtieron, sería un problema.
No hicimos caso. Preferimos dejarlo y llegamos a desviar una escalera por él. El jueves nos dimos cuenta de que, como en el cuento de O. Henry, su última rama verde se había secado. Ahora, por todas las construcciones que tiene alrededor, pasaremos mucho trabajo para derribarlo, pero no nos arrepentimos.
Los siete años en que nos acompañó nos regaló una música incomparable, cada vez que el viento de la tarde hacía bailar su copa.

19 julio 2024

El juego de la realidad

Un coche motor Fiat pasando junto al potrero de mi abuelo,
a punto de hacer andén en el Paradero de Camarones.

Violeta Romero escribió un comentario en el post que le dediqué a Esteban Darias, nieto de uno de los personajes de mi novela y una de las fuentes fundamentales a las que acudí para escribir sobre el mundo de los ferrocarriles en mi novela:
Qué interesante ver por acá a los personajes o descendientes de ellos. No he llegado aún a esos años en que aparece en tu novela, porque me la estoy leyendo despacito y disfrutándola. De lo que dices sobre tus conversaciones con los expertos acerca de los trenes, y lo que he ido encontrando durante la lectura, me llama la atención un detalle: la ausencia del juego, o sea, me refiero al juego infantil, en el cabal sentido de la palabra. El niño de la novela no juega; vive enamorado de las locomotoras (y de Basilia, la mujer más linda de Camarones), pesca, caza pajaritos, escucha la radio con Aurelio, lee las novelas que también lee su abuelo, y ve el mundo que lo rodea a través de esos personajes de novelas, series y películas. Hay una marcada intención cinematográfica dada sobre todo por el continuo ir y venir de los trenes, con sus pitidos y los saludos que gritan al pasar; o de los caballos cuyos jinetes también van y vienen saludando a su paso; o de Basilia cuando se echa hacia atrás para reírse o se queda estática "como en una fotografía". Y el niño protagonista observa y vive cada una de estas rutinas del pueblo. Pero, hasta donde va mi lectura, propiamente, no juega. No sé si (como dicen los dominicanos) estoy hablando “pepla”, pero es algo que me llama la atención de tu personaje. Supongo que así de madura fue realmente tu infancia.
En la canción “El hijo del ferroviario”, el cantautor asturiano Víctor Manuel admite que tampoco tenía necesidad de jugar: 
Toda mi vida he visto pasar trenes,
puedo recordarme jugando en los andenes.
Por eso nunca tuve ninguno de juguete,
eran suficientes los que había en frente.
Aunque llegué a tener muchos juguetes, mi juego preferido era ver pasar a los trenes o permanecer dentro de la oficina de mi abuelo, mientras él daba vías, despachaba boletines, completaba las cartas de porte de los envíos, recibía y despachaba bultos o rollos de películas…
Cuando mi abuelo se jubiló, seguí pasando con libertad por la puerta que comunicaba mi casa con la estación y acompañaba a los jefes de estación que le relevaron: Hugo Lois, Blas Valdés, José Luis Rodríguez, Odel Castellanos y Rosendo Stuart. Algunos de ellos me permitieron un juego mayor.
Cuando mi tío Aldo Yero hacía el turno de despachador en Santa Clara (es decir, dirigía el movimiento de todos los trenes entre Cruces y Aguada de Pasajeros, tanto por la Línea Sur como por la de Cienfuegos a Santa Clara, tuve el privilegio de hacer yo mismo las vías y de llenar el libro de la estación.
El escritor cubano Severo Sarduy, que también era hijo de un ferroviario y vivió en una estación al sur de la provincia de Camagüey, aseguraba que su cine durante su infancia era el reflejo de las ventanillas de los trenes nocturnos en la pared de su habitación. Siempre se imaginaba una historia cuando eso ocurría.Como fui criado por mis abuelos y vivía solo con ellos en un apartado lugar, me acostumbré a la soledad y a las conversaciones de los adultos. Jugué muchísimo, Violeta, pero con el mundo que tenía alrededor. La llegaba o la partida de los trenes eran la señal para empezar a jugar… con la realidad.

18 julio 2024

Gracias, Esteban


Esteban Darias Domínguez ya tiene “Atlántida” en sus manos. Él es uno de los lectores más esperados por mí y por mi novela. Su abuelo Roberto Domínguez aparece en “1930” y en “1931”, él fue quien enseñó a mi abuelo Aurelio Yero el oficio de jefe de estación y lo que significaba en aquella época ser ferroviario. 
Luego mi abuelo, como jefe de estación de Caibarién, le inculcó la misma pasión a Esteban, mientras le prometía al viejo Domínguez exigirle a su nieto tanto como le habían exigido a él en sus años de “meritorio”, que así le llamaban a los aprendices en los Ferrocarriles Unidos de La Habana.
Luego Esteban trabajó junto a mi tío Aldo Yero en Santa Clara y fue jefe de Lérida, mi madre, y de mis tíos Cary y Rafelito (Rafael Serralvo) en Cienfuegos. En esa época me pasaba horas en su oficina “hablando de trenes” y aprendiendo lo más que podía con ese gran conocedor del mundo del ferrocarril que tenía delante.
Él fue quien me convenció de que hiciera los exámenes en una escuela que Pepe Guerén, un mítico maquinista, dirigía en los altos de la estación de Cienfuegos Carga. También fue el primero en felicitarme cuando supo que, sin haber ido a una sola sesión de clases, obtuve las máximas calificaciones.
Muchos de los sucesos que aparecen en mi libro son conocidos por Esteban, porque en algunos él fue un testigo de excepción y en otros una de mis principales fuentes. Ahora solo espero no decepcionarlo y que la narración esté a la altura de los hechos. 
Por ferroviarios como Esteban Darias Domínguez siempre llevaré conmigo la frustración de no haber sido uno de ellos.

16 julio 2024

A tres innings de los 60


Soy de la cosecha del 67, el año en que debutó The Doors, se suicidó Violeta Parra, voló por primera vez un Boeing 737, Fidel Castro abolió la propiedad intelectual, Pink Floyd lanzó The Piper at the Gates of Dawn, los Cardenales le ganaron la Serie Mundial a los Red Sox y el Che Guevara se convirtió en una calcomanía.
El 16 de julio, mientras Reinaldo Arenas celebraban su cumpleaños, mi madre se me puso de parto en la Clínica del Maestro de Santa Clara. Al día siguiente, mi padre me inscribió en Manicaragua. Seis años después me llevaron a vivir con mis abuelos al Paradero de Camarones y por fin llegué a mi lugar en el mundo.
A diferencia de los que ocultan su año de nacimiento o enmascaran su edad, disfruto envejecer. Porque eso quiere decir que ya estaba aquí cuando Joan Manuel Serrat compuso “Mediterráneo” o cuando Pedro José Rodríguez dio 28 jonrones en apenas unas semanas.
Conocí en persona a dos de los tres Matamoros. Alcancé a ver a Rafael Lay tocando el violín a unos pasos de mí. Marta Valdés me presentó a Elena Burke y le pidió que me cantara. Fui a la casa de Gastón Baquero y él mismo, uno de los poetas que más me ha inspirado, me sirvió un plato de dulce de guayaba con queso.
Llegué a viajar en los trenes de Cuba cuando Cuba merecía que viajaran por ella en tren. Recorrí la Carretera Central cuando sus extraños pueblos aún estaban intactos. Vi películas en los enormes cines de La Habana, cuando el esplendor de la ciudad aún encontraba refugio en ellos.
A tres innings de los 60 todavía me puedo bañar en los aguaceros. Tengo la enorme fortuna de vivir junto a Diana Sarlabous, con quien por fin di en 2011 después de innumerables fracasos y una búsqueda incansable. No necesito más. Mis hijos y los nietos que seguramente tendré es todo el legado que me interesa dejar.
Agradecido, este Brugal 1888 va por los que me han brindado, a lo largo y ancho de estos 57 años, suficientes razones y excusas para querer seguir envejeciendo. ¡Salud!

15 julio 2024

Mis mapas


Mi blog El Fogonero, dedicado sobre todo a la memoria de los ferrocarriles cubanos y al mundo que me rodeaba en la estación del Paradero de Camarones, cumplirá 20 años en 2026. El 19 de agosto de 2006 publiqué las tres primeras entradas de las más de 2200 que contiene hoy. 
Gracias al apoyo de muchos ferroviarios, activos y jubilados, mantengo al día el inventario de locomotoras de la isla, además de historias y datos sobre la cultura ferroviaria cubana. Escritores y artistas con los que contraje deudas en algún momento han sido entrevistados o me han regalado hermosas colaboraciones.
Hace mucho que los blogs pasaron de moda, pero he fracasado en todos los intentos de abandonar El Fogonero. Siempre encuentro una excusa para actualizarlo y seguir subiendo información, la más poderosa de todas son los cientos de navegantes que recalan en él a diario.
A menudo cambio el cabezal, para no perder la ilusión renovadora (algo que mi país perdió hace tanto). El actual cabezal es obra de Leonardo Orozco, quien diseñó también la colección Libros del Fogonero y Atlántida, su primer volumen. Recientemente, también, creé la página de Mapas, donde me propongo compartir todos los planos que encuentre de nuestras líneas y ramales. 
Mi abuelo Aurelio solía decir que yo había nacido entre rieles. Aunque él lo decía a modo de metáfora, su frase era literal. Mi casa estaba rodeada de líneas. Soy nieto, hijo, sobrino y primo de ferroviarios, nada me hace sentir más orgullo que esa casta.

14 julio 2024

¡Efraín, lámpara!

Efraín Monzoña, el proyeccionista del cine Justo.

Efraín, uno de los personajes de Atlántida, fue el proyeccionista de mi Cinema Paradiso, que se llamaba Justo y era el único lugar al que acudir cuando la noche le caía encima al Paradero de Camarones. Aunque provenía de una familia de músicos (el sexteto Monzoña es la única agrupación musical de la que se tenga registro en mi pueblo), él se dedicó a la ciencia de reparar.
Gracias a su ingenio, dos aparatos deshechos nunca dejaron proyectar el milagro del cinematógrafo sobre la estrecha pantalla (no cabían las películas en cinemascope) del cine Justo. Siempre he creído que ahí, en aquel pequeño caserón, nació y creció mi imaginación. Aunque leí muchos libros en mi infancia y mi adolescencia, fue el cine quien me incitó a escribir.
—¡Efraín, lámpara! —gritaban los espectadores cuando la pantalla empezaba a ponerse oscura.
—¡Efraín, foco! –advertían si la imagen se distorsionaba.
—¡Efraín, el rollo! —si se todo se quedaba en blanco.
Además de su responsabilidad como proyeccionista, el hijo menor de Juan Monzoña tenía un pequeño taller. En él reparaba los artefactos que al pueblo se le iban dañando, sobre todo los fogones gasificados, esos que tenían que lidiar con la presión del aire para quemar el keroseno. Con los ojos entrecerrados al límite, por la falta de una máscara adecuada, soldaba nuestras fisuras.
Ya no deben ser tantos los que recuerden a Efraín Monzoña en el Paradero de Camarones. Pero en mi época era un personaje esencial, porque sin él nadie podía cocinar ni ver películas, dos de las tareas básicas que el ser humano debe realizar para sobrevivir. Antes de ayer era su cumpleaños y una de sus hijas publicó esta foto. 
Eufórico, grité: “¡Efraín, lámpara!”. Luego, feliz, me puse a calcular todo lo que le debo.

El cine Justo. Por esa pequeña ventana se asomaba Efraín
cuando ya no podía soportar el calor en la cabina de proyección.

12 julio 2024

Querida Odette


El mundo ha cambiado mucho desde la última vez que Odette Alonso y yo nos encontramos en Cuba. Aún estaban en pie el Muro de Berlín, la Unión Soviética y el cine Payret. Hablo de una madrugada, parecida a la del documental PM (Sabá Cabrera Infante y Jiménez Leal, 1960), pero en una Habana en colores.
Fue en el Bar Tolo, una fiesta mensual que Bladimir Zamora se inventó para rendirle homenaje a Bartolomé Maximiliano Moré. Todo empezaba a las doce en punto, por aquella afirmación del Beny de que “a medianoche empieza la vida, a medianoche empieza el amor…”.
Nos sentamos en una de las mesas de la entonces Casa del Joven Creador (Avenida del Puerto 162, esquina Sol), junto a Generoso Jiménez, una leyenda de la música cubana y pieza clave en la Banda Gigante. “¡Eso es un trombón!”, advertía Beny cuando el Tojo empezaba a soplar.
Más que conversar, los que rodeábamos al músico aquella noche sólo éramos capaces de hacerle preguntas sobre sus años junto al Bárbaro del Ritmo. Por eso no creo que Odette y yo habláramos de otra cosa. En casi 30 años nos hemos vuelto a ver apenas dos veces, una en su México y otra en mi Santo Domingo.
Y en ambas hemos celebrado como si aún el cine Payret estuviera en pie y nosotros fuéramos los mismos de entonces. Lúcida, auténtica y consecuente, mi querida Odette siempre da deseos de no separarse de ella (por temor a que pasen otros 30 años sin apenas vernos). 
Son incontables los que acaban defraudándote o jodiéndote. Odette, en cambio, es la prueba de que se puede seguir siendo el mismo por más que los mapas cambien de color. Aquí están ella y Beny para confirmarlo: 
A medianoche empieza la vida,
a media noche empieza el amor.
Goza, mi socio. Vive, compadre.
Deja la pena, olvida el dolor.

06 julio 2024

La más buena de todos los Yero


Era la hermana menor de mi abuelo. Cuando Aurelio, Roberto y Rao se reunían a celebrar un tardío cumpleaños o a beber sin tener la más mínima excusa, acababan mencionando a Hilda. “Es la más buena de todos nosotros”, decía mi abuelo. “Es la más buena de todos nosotros”, ratificaban los otros dos hermanos. 
Cada vez que se acercaba una tormenta o un mal trago de ron le llenaba la cabeza de nubarrones, mi abuelo hacía un inventario de preocupaciones. Siempre empezaba por el techo de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones (su diseño inglés nunca le inspiró confianza, porque no es lo mismo una llovizna londinense que un aguacero caribeño). 
Luego, después de lamentar el mal estado de la estación de San Juan de los Yeras (donde vivía su hija Titita, recalaba en Peñalver, entre Oquendo y Marqués González, en La Habana. “A la casa de Hilda se entra y se sale por un pasillo”, decía perturbado. Entonces explicaba que, en caso de incendio, no había otra salida. 
Vi a Hilda Yero pocas veces y apenas la oí hablar (disfrutaba escuchar, prefería asentir a tener que contradecir), pero cada vez que estuve en su casa de Peñalver, entre Oquendo y Marqués González, aquella que quedaba al final de un pasillo, sentí esa seguridad que sólo se siente cuando estás entre los tuyos.
Los ojos de Hilda eran idénticos a los de Aurelio, miraban igual, asentían y reprochaban de la misma manera. Eso bastaba. Tuve un tío que se pintaba el pelo de rojo. Por ese hecho mi abuelo solía evitar cualquier interacción con él. Salvo cuando Oscar, que así se llamaba, volvía de La Habana y traía noticias de Hilda.
—¿Cómo está? —preguntaba Aurelio.
—Es la más buena de todos nosotros —respondía Oscar.—Es la más buena de todos nosotros —ratificaba mi abuelo, antes de exclamar el único diminutivo que le oí decir—. ¡Mi hermanita!

05 julio 2024

El Chiqui


Ese que ven ahí, entre mis libros y una botella del mejor ron posible, es Rigoberto Aguiar, el primer amigo que hice cuando mi madre me llevó a vivir con mis abuelos al Paradero de Camarones. 
Él es un testigo de excepción en la inmensa mayoría de los recuerdos que conservo de mi infancia. Como a todo niño, muchas cosas me daban miedo, pero a nada le temía más que a la chancleta de mi abuela Atlántida y al cuje de Barbarita, la madre del Chiqui. 
Aunque él es uno de los personajes de mi novela y yo le había prometido un ejemplar, la ha comprado en Amazon. El día que nos reencontremos iré con otra botella de Brugal, voy a disfrutar mucho la lectura del Chiqui, su cuento de mi cuento.

04 julio 2024

Mi bisabuela María Rosario


Esa muchacha de mirada tan dura, según me contó mi abuelo Aurelio Yero Alonso, era extremadamente amorosa. María Rosario Yero Alonso nació en Cudillero, Asturias, a finales del siglo XIX. Pero se despidió para siempre del mar Cantábrico para encerrarse en el mar de cañaverales que rodeaba al Paradero de Camarones. Muchas veces no pensamos en los bisabuelos, porque nos quedan demasiado lejos. Me llena de felicidad que mi madre y mi hija conservaran su Rosario y, debo reconocerlo, algo de esa mirada tan dura. Pero, sobre todo, su necesidad de ser extremadamente amorosas.

Báez, la estación que nunca alcancé a ver


Fui varias veces con mi padre a Báez. Cada vez que se le presentaba un viaje para ese apartado pueblo villareño, le pedía acompañarlo. Entonces se llegaba hasta allí por una deshecha y recta carretera. Algo inimaginable en una región donde todos los caminos estaban hechos con sucesiones de curvas.
A partir del entronque de Mataguá, como una línea de tiza sobre una pizarra, aquel trazo de polvo se proyectaba sobre una verde extensión de tierras desaprovechadas. Algo que siempre merecía un comentario de mi padre. “¡Qué desperdicio!”, afirmaba tanto en el viaje de ida como en el de vuelta.
Siempre que íbamos a Báez, le pedía a mi padre que me llevara a conocer la estación. No conocía ninguna del ramal Trinidad, por donde nunca había viajado. Él siempre lo prometía, pero nunca lo cumplió. Llegamos a estar muy cerca. Una vez alcancé a oír los pitazos de una 900. Pero eso fue todo.
No sé por qué razón he soñado varias veces con la estación de Báez. Me veo en ella, caminando por un andén que sólo he visto en fotos y siempre al lado de mi padre. Luego, como ocurre en casi todos los sueños, el lugar se desvirtúa y se convierte en otra cosa. Pero en un principio es Báez, estoy seguro de ello.
Recientemente, cuando compartí en El Fogonero una foto de la estación de Guaracabulla, Hermito (el hijo de Hermes y Dausy, los vecinos de Serafín en Manicaragua), mencionó la próxima estación en ese ramal: Báez. Esa noche volví a soñar que mi padre y yo estábamos allí.
Siempre disfruto volver a la estación que nunca alcancé a ver. Sólo lamento que, al llegar a ella en sueños, me pierda el largo trayecto por la deshecha y recta carretera. Siempre que sueño con Báez ya estoy allí. Nunca cruzamos la verde extensión de tierras desaprovechadas. 
“¡Qué desperdicio!”, pienso cada vez que me despierto. Trato de imitar, dentro de mí, el tono exacto de mi padre.