06 julio 2024

La más buena de todos los Yero


Era la hermana menor de mi abuelo. Cuando Aurelio, Roberto y Rao se reunían a celebrar un tardío cumpleaños o a beber sin tener la más mínima excusa, acababan mencionando a Hilda. “Es la más buena de todos nosotros”, decía mi abuelo. “Es la más buena de todos nosotros”, ratificaban los otros dos hermanos. 
Cada vez que se acercaba una tormenta o un mal trago de ron le llenaba la cabeza de nubarrones, mi abuelo hacía un inventario de preocupaciones. Siempre empezaba por el techo de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones (su diseño inglés nunca le inspiró confianza, porque no es lo mismo una llovizna londinense que un aguacero caribeño). 
Luego, después de lamentar el mal estado de la estación de San Juan de los Yeras (donde vivía su hija Titita, recalaba en Peñalver y Marqués González, en La Habana. “A la casa de Hilda se entra y se sale por un pasillo”, decía perturbado. Entonces explicaba que, en caso de incendio, no había otra salida. 
Vi a Hilda Yero pocas veces y apenas la oí hablar (disfrutaba escuchar, prefería asentir a tener que contradecir), pero cada vez que estuve en su casa de Peñalver y Marqués González, aquella que quedaba al final de un pasillo, sentí esa seguridad que sólo se siente cuando estás entre los tuyos.
Los ojos de Hilda eran idénticos a los de Aurelio, miraban igual, asentían y reprochaban de la misma manera. Eso bastaba. Tuve un tío que se pintaba el pelo de rojo. Por ese hecho mi abuelo solía evitar cualquier interacción con él. Salvo cuando Oscar, que así se llamaba, volvía de La Habana y traía noticias de Hilda.
—¿Cómo está? —preguntaba Aurelio.
—Es la más buena de todos nosotros —respondía Oscar.—Es la más buena de todos nosotros —ratificaba mi abuelo, antes de exclamar el único diminutivo que le oí decir—. ¡Mi hermanita!

05 julio 2024

El Chiqui


Ese que ven ahí, entre mis libros y una botella del mejor ron posible, es Rigoberto Aguiar, el primer amigo que hice cuando mi madre me llevó a vivir con mis abuelos al Paradero de Camarones. 
Él es un testigo de excepción en la inmensa mayoría de los recuerdos que conservo de mi infancia. Como a todo niño, muchas cosas me daban miedo, pero a nada le temía más que a la chancleta de mi abuela Atlántida y al cuje de Barbarita, la madre del Chiqui. 
Aunque él es uno de los personajes de mi novela y yo le había prometido un ejemplar, la ha comprado en Amazon. El día que nos reencontremos iré con otra botella de Brugal, voy a disfrutar mucho la lectura del Chiqui, su cuento de mi cuento.

04 julio 2024

Mi bisabuela María Rosario


Esa muchacha de mirada tan dura, según me contó mi abuelo Aurelio Yero Alonso, era extremadamente amorosa. María Rosario Yero Alonso nació en Cudillero, Asturias, a finales del siglo XIX. Pero se despidió para siempre del mar Cantábrico para encerrarse en el mar de cañaverales que rodeaba al Paradero de Camarones. Muchas veces no pensamos en los bisabuelos, porque nos quedan demasiado lejos. Me llena de felicidad que mi madre y mi hija conservaran su Rosario y, debo reconocerlo, algo de esa mirada tan dura. Pero, sobre todo, su necesidad de ser extremadamente amorosas.

Báez, la estación que nunca alcancé a ver


Fui varias veces con mi padre a Báez. Cada vez que se le presentaba un viaje para ese apartado pueblo villareño, le pedía acompañarlo. Entonces se llegaba hasta allí por una deshecha y recta carretera. Algo inimaginable en una región donde todos los caminos estaban hechos con sucesiones de curvas.
A partir del entronque de Mataguá, como una línea de tiza sobre una pizarra, aquel trazo de polvo se proyectaba sobre una verde extensión de tierras desaprovechadas. Algo que siempre merecía un comentario de mi padre. “¡Qué desperdicio!”, afirmaba tanto en el viaje de ida como en el de vuelta.
Siempre que íbamos a Báez, le pedía a mi padre que me llevara a conocer la estación. No conocía ninguna del ramal Trinidad, por donde nunca había viajado. Él siempre lo prometía, pero nunca lo cumplió. Llegamos a estar muy cerca. Una vez alcancé a oír los pitazos de una 900. Pero eso fue todo.
No sé por qué razón he soñado varias veces con la estación de Báez. Me veo en ella, caminando por un andén que sólo he visto en fotos y siempre al lado de mi padre. Luego, como ocurre en casi todos los sueños, el lugar se desvirtúa y se convierte en otra cosa. Pero en un principio es Báez, estoy seguro de ello.
Recientemente, cuando compartí en El Fogonero una foto de la estación de Guaracabulla, Hermito (el hijo de Hermes y Dausy, los vecinos de Serafín en Manicaragua), mencionó la próxima estación en ese ramal: Báez. Esa noche volví a soñar que mi padre y yo estábamos allí.
Siempre disfruto volver a la estación que nunca alcancé a ver. Sólo lamento que, al llegar a ella en sueños, me pierda el largo trayecto por la deshecha y recta carretera. Siempre que sueño con Báez ya estoy allí. Nunca cruzamos la verde extensión de tierras desaprovechadas. 
“¡Qué desperdicio!”, pienso cada vez que me despierto. Trato de imitar, dentro de mí, el tono exacto de mi padre.