He perdido muchas fotos en mudanzas y acarreos. Hay tres, especialmente, que les hecho mucho de menos. Una es de mi madre. Lérida camina por el andén de la estación de Cienfuegos. Lleva un pañuelo en la cabeza y la felicidad en los ojos. Le dice adiós al fotógrafo con una sonrisa que será incapaz de envejecer.
La otra es de mi padre. Es en el secadero de café de Daniel Peñate. Veguitas, valle de Jibacoa, años setenta del siglo pasado. Abraza a la madre de su querido amigo. Tienen el mediodía del Escambray encima. La demasiada luz (tan bien descrita en tantos poemas cubanos) no logra borrar el bosque que tienen de fondo.
La última es mía. No tengo más de cuatro años. Es enero o febrero, a juzgar por lo abrigado que estoy. Trato de subirme al camión de mi padre. Un destartalado Dodge que ya había dejado lo mejor de sí en los caminos intransitables del Escambray. Power Wagon, se leí aún entre tanto hierro oxidado.
Algunas fotos extraviadas se ven cada vez más nitidez en nuestras cabezas. Quizás por eso se pierden, para que las conservemos de la mejor manera posible.
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