En Jarabacoa, a 9 kilómetros de la Loma de Thoreau, solemos encontrar todo lo que necesitamos. Rara vez nos hace falta traer algo de Santo Domingo. Aquí arriba mi Cucha solo extraña los productos frescos del mar, esos pargos, pulpos y camarones que ella compra en la pescadería de los Berges.
Justo hoy, cuando bajábamos al mercado a buscar frutas y vegetales, me lo comentó: “Este pueblo lo único que necesita es una buena pescadería”. Frente a la iglesia vimos a una señora muy elegante que conversaba con el cura. “Esa es la Aracelia de aquí”, dije, recordando a uno de los personajes más queridos del Paradero de Camarones.
En la puerta del mercado sentimos un raro olor a mar. Entonces descubrimos una vieja camioneta que chorreaba agua salada. Enseguida supimos que viene todos los viernes desde Sánchez, el puerto de la bahía de Samaná. Una afónica bocina anunciaba que todo era fresco, pescado la noche anterior.
Puse en práctica todo lo que aprendí con Serafín a la hora de elegir. “Él sabe más que yo”, le dijo a Diana el señor del mercado. Volvimos eufóricos. Hicimos una sopa con las cabezas y ruedas fritas, con mucho ajo y limón. La casa olía como si estuviéramos en la costa.
Al final, mientras nos bebíamos el café, hice la inevitable comparación, la odiosa pregunta: “¿Por qué en Cuba nada de esto es posible?”. Hoy una camioneta nos trajo el mar. Estaba destartalada y chorreaba agua salada. Debe ser duro ese trabajo de cargar con una bahía loma arriba.
La primera sopa de cabeza de pescado que hacemos en la Loma. |
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