Mi padre me miró desconcertado el día que me sorprendió leyendo La guerra y la paz. Le hablé de León Tólstoi. Le comenté que era el más grande escritor ruso. Le dije que, casualmente, había muerto en una estación de trenes. El nombre de Astápovo le resultó tan ajeno como el de Yásnaia Poliana.
Su cara se puso peor cuando le hablé de las familias Bezújov, Bolkonsky, Rostov y Kuraguin. “Te puedo presentar a los Peñate, a los Abreu, a los Guitérrez, a los Donato…”, me respondió con sarcasmo. Serafín era un hombre que detestaba a la poesía y nunca pude convencerlo de que vivía sumergido en ella.
Su mayor afición era la pesca submarina. Disfrutaba esas aventuras al extremo. Cada vez que mi madre necesitaba que yo recapacitara, me contaba la tarde en que Eulogio, uno de sus amigos, por poco se ahoga en el lago Hanabanilla. Bajó y se enredó con alambres de púas (en el lugar de la presa antes hubo potreros).
Afuera ya lo lloraban, sus compañeros de pesquería lo daban por muerto. Pero Serafín no se rindió. Es cierto que estaba muy borracho, pero también que era muy apasionado y no daba su brazo a torcer. Como tuvo que resucitarlo, le puso Besito. “Te he besado más que a Cachi”, le decía cada vez que se ponían a beber.
Aunque nunca viví con él, le debo el amor por las montañas y la incapacidad para darme por vencido. Cuando todos se rinden, me gusta zambullirme por última vez y tratar de salvar la situación. Ahora me arrepiento de no haberlo entendido cuando se burlaba de mí y pronunciaba mal los apellidos de La guerra y la paz.
Sobre todo, porque los dos teníamos la razón. Bezújov, Bolkonsky, Rostov Kuraguin, Peñate, Abreu, Guitérrez y Donato quieren decir lo mismo. La literatura está debajo del agua que siempre trata de ahogarnos. Muchos años después entendí que a ese drama le llamábamos olvido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario