Con la Loma de Thoreau, Diana Sarlabous y yo comprobamos que a la tercera es la vencida. Cuando tuvimos claro que los dos compartíamos el deseo de refugiarnos en una montaña, compramos un terreno cerca de unos amigos muy queridos, 400 metros más abajo (del nivel del mar, quiero decir).
Luego, ante la premura de tener un techo propio en la Cordillera Central, optamos por una cabaña ya construida. Llegamos a cerrar el contrato. Pero la misma noche de la celebración, José Roberto Hernández, el promotor de Quintas del Bosque, nos dijo que ese no era nuestro espacio.
Ebrios (de gozo y de Brugal), salimos a esa hora de la madrugada loma arriba en el Jeep. Nos desmontamos un monte virgen. Cuando solo teníamos oscuridad alrededor de nosotros, una nube de luciérnagas nos alumbró. “¡Es aquí!”, sentenció Diana. Con nosotros iban Alejandro Aguilar y Marianela Boán.
Eso fue en 2006. Cuatro años después, la Loma de Thoreau se ha convertido en nuestro lugar en el mundo. Alejandro y Marianela han sido testigos de excepción de todo lo que hemos construido y —¡sobre todo!— sembrado en esta montaña a más de 900 metros sobre el nivel del mar.
Como ellos llevaban dos meses encerrados en su apartamento de la ciudad, les ofrecimos la cabaña del Arriero para que se pasaran una temporada. Era la primera vez que se quedaban aquí sin nosotros. Aunque se trataba de un territorio conocido, la experiencia acabó resultando toda una exploración.
Cuando volvimos nos tenían esta obra de regalo. Siempre quisimos que la Loma de Thoreau, además de ser una oportunidad única para dialogar con la naturaleza, fuera un espacio creativo. He escrito mucho aquí. Unos metros más abajo, Mario Dávalos compone su testimonio de vida.
Pero nunca antes se había compuesto algo así, de principio a fin, dentro de este bosque. Gracias, Ale, por el poema, y gracias, Boancita, por los gestos. Ustedes dos acaban de darle sentido a la actuación de las luciérnagas.
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