No recuerdo cómo llegó, pero no olvido la humildad con la que se puso siempre a la altura de las circunstancias. Éramos un grupo de recién graduados de las escuelas de arte de La Habana, teníamos unos deseos incontenibles de cambiar el mundo desde una ciudad de provincia.
Así fue que el Cienfuegos de finales de los ochenta del siglo pasado fue testigo de la fundación de Teatro Acuestas. Ricardo Muñoz, Eloy Ganuza, Mérida Urquía y yo queríamos hacer teatro de vanguardia. Freddy no estaba muy claro, pero nunca dijo que no. Ricardo, Eloy, Mérida y yo queríamos provocar. Freddy, aun cuando no estaba de acuerdo, siempre nos apoyó.
El día que lo conocí estaba leyendo a un poeta lamentable. Arrogante, le regalé un libro de Borges (acababa de publicarse en Cuba la antología de Retamar). Dos semanas después, humildemente, me demostró que se sabía poemas enteros de memoria. Nosotros hablábamos de París o Praga, él no se imaginaba fuera de Cumanayagua.
Esta mañana leí que Claribel Terré Morell se despedía de un Freddy. Luego me llegó el lamento de Miguel Cañellas, otro amigo entrañable de aquellos años. Pregunté para asegurarme de que era nuestro Freddy. “Sí, amigo, esa es la dolorosa y triste historia de un simple buen hombre”, me respondió Cañellas.
Nunca más nos volvimos a ver. Ahora lamento no haber tenido tiempo para darle la razón. He visto una foto suya a caballo, a la orilla de un río que debe ser el Arimao. Todo largo viaje se acaba en el lugar de donde salimos. Freddy Pérez acabó volviendo a Cumanayagua.
Ya en la vejez nos damos cuenta de que, de la misma manera que tenemos que cargar con inútiles todas nuestras vidas, hay personas con las que compartimos muy poco tiempo y dejan una huella que no se borra. Algo fértil nacerá en el lugar donde reposa.
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